La Casa Real no se toca | Opinión

Corría febrero de 1994. Dirigía con El Gran Wyoming un programa de humor que se emitía en directo los martes por La 2 de TVE. Salía de ver uno de los decorados que diseñaba para nosotros la fantástica Cristina Mampaso. Me crucé con un grupo de esos estupendos técnicos de la tele pública que muchas veces viven aplastados por la maquinaria del Ente. Hablamos unos minutos. Les señalé el plató de al lado al nuestro y les pregunté qué se preparaba ahí. Un programa presentado por Bárbara Rey, me dijeron. Yo me sorprendí. Amaba a esa mujer de cuando salía en la pantalla de mi infancia con su belleza luminosa. Ellos me explicaron que la Casa Real premiaba así favores de alcoba. Qué país, dije con indiferencia. Esa noche teníamos programa. En general nos reíamos de todo en El peor programa de la semana y nos encantaba recibir las cartas de queja de tantos y tantos espectadores que nos reprochaban que hiciéramos broma de estamentos y asuntos sagrados para ellos. También los directivos de la cadena nos intentaban imponer límites. Estábamos a punto de llegar al décimo programa en emisión y ya empezábamos a coger dinámica de vuelo y soltura.

Al mediodía Wyoming y yo fuimos a comer con el invitado que entrevistaríamos entre la actuación musical y los fragmentos cómicos. Era un escritor catalán que jamás había salido en la tele pública. Sus cuentos me gustaban mucho, pero las traducciones al español tenían poca resonancia. Quim Monzó colaboraba en un programa de TV3 y meses atrás había sido noticia, porque en una de sus apariciones había hecho mofa de las obligaciones de la Familia Real y su abnegada vida entre hípicas y pistas de esquí. Hasta Jordi Pujol había corrido a pedir perdón por el atrevimiento. Cuando terminamos el ensayo general de las ocho de la tarde, Wyoming y yo fuimos conminados a subir de inmediato al despacho de los directivos de TVE. Allí nos dijeron que debíamos sustituir al entrevistado de esa noche. ¿Por qué? Se ha metido con la Casa Real y eso es inaceptable. Les tranquilizamos, no venía a hablar de eso, sino de su literatura. No sirvió de nada, se emperraron en que no podía salir y nos ofrecieron varias opciones para sustituirle. Pero ya habíamos comido con él, teníamos el programa ensayado y entraríamos en directo a las 22:30. Teníamos que sustituirle o cancelarían la emisión de esa noche, insistieron. Yo miré a Wyoming, que acababa de tener su segundo hijo y de meterse en una cooperativa para comprar su casa. Él estaba pillado, pero yo era libre y feliz como un gorrión. Me dijo: en esta vida hay que hacer lo que hay que hacer. Así que los dos a dúo les informamos de que nos negábamos a cambiar el invitado del programa.

Sustituyeron nuestro programa de esa noche por una conexión con el carnaval de Tenerife o algo así. Nos llevamos a cenar a Quim Monzó para explicarle lo que había pasado. Poco a poco, los rumores de censura se fueron expandiendo por la prensa. A la mañana siguiente nos echaron de la tele, nos prohibieron la entrada a Wyoming y a mí y estuvimos durante tiempo vetados en cualquier programa. Todo nuestro equipo a la calle en absoluta indefensión. La misma sociedad que ahora farandulea con las filtraciones de asuntos que conciernen a la exagerada vida del rey Juan Carlos se alineaba entonces con la línea de protección y silencio. Eran los que nos decían: eso no se toca, eso no se toca, a los que ingenuamente creíamos que este país se podía cambiar.

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