
Las democracias se mueven hoy entre el miedo y la intransigencia, cuando no el odio, hacia sus adversarios políticos. Y bajo condiciones de gobernabilidad precaria. La situación de la política española encaja bien en este esquema: un Gobierno de gobernabilidad limitada por la cantidad de piezas que ha de encajar cada vez que pretende llevar una ley al Congreso, por no hablar de su imposibilidad de armar un presupuesto, y el vértigo o el miedo ante el acceso de la alternativa posible. Esto último es su mayor elemento cohesionador; solo puede mantenerse vivo en la medida en que funciona la satanización del adversario. Lo hemos dicho muchas veces, se trata de hacerlo inelegible, no de presentarse como mejor y más capaz que aquel.
Lo curioso es que desde la otra orilla funciona el mismo esquema: “Gobierno corrupto”, Frankenstein, la anti-España. El ciudadano se ve sometido, así, a un claro chantaje: si no nos votas vendrá el fascismo (o algo similar), o, si no nos votas, proseguirán la corrupción y la disolución de España. La lucha entre el bien y el mal como potencial campo de batalla electoral, en vez de ese más apacible presupuesto democrático de limitarse a elegir entre alternativas ideológicas ponderando nuestros intereses respectivos. El ideal es que no exista más opción viable que la propia.
El daño que este tipo de actitudes tiene para el sistema democrático salta a la vista. Para quienes gobiernan, el rendimiento de cuentas pasa a un segundo plano. ¿Qué importan algunos casos de corrupción ante la presencia del abismo? Para la oposición del PP, ocurre algo similar. ¿Qué importa tener que gobernar con apoyo de Vox si están destrozando España? No precisa siquiera hacer oposición; cree que le basta con esperar a la labor de los jueces, y mientras tanto abundar en la crispación y los excesos retóricos. Al Gobierno le sirve también para hacer digeribles otros chantajes menores por parte de sus socios, convertir la política en una especie de zoco donde se trapichea con favores y cesiones más o menos incompatibles con sus anteriores convicciones. Ante el mal mayor de salir de La Moncloa, facilitar la continuidad de la coalición c’est tout pardonner.
Ahora, a la vista del nuevo órdago de Junts al Gobierno, estamos ante uno más, solo que aquí está limitado por la UE en lo referente al reconocimiento del catalán como lengua europea, o por el propio Poder Judicial, o, y esto lo ignoramos, porque haya demandas inconstitucionales o que puedan provocar potenciales reveses electorales o disensiones internas. El problema es que a Junts solo le importa Cataluña y se enfrenta ahora a un problema existencial en su propio campo provocado por el auge de Aliança Catalana. Lo más probable es que se llegue a un acuerdo, pero cabe suscitar algunas dudas derivadas de la propia naturaleza del partido de Silvia Orriols. Y no me refiero a su radicalismo antiinmigración, sino al giro que introduce en la práctica política del campo independentista. Por primera vez, un partido de este signo afirma que no participará en las elecciones generales españolas. Cataluña es su único país. ¿Qué importa que Junts consiga, por ejemplo, el reconocimiento de lengua europea si eso se obtendría ipso facto si fuera un país independiente dentro de la UE? Junts sufre así una fuerte presión por desvincularse del imaginario de su asociación a “instituciones españolas” y necesita apaciguar al menos la imagen de “colaboracionista” que le imputan los independentistas más irredentos. Pero que no se haga ilusiones el PP acariciando la expectativa de su apoyo a una moción de censura; se trata de llevar a cabo un divorcio de país, no entre partidos. Mañana tendremos la sentencia.
