Liz Hurley nunca había oído hablar de Versace. Pero su novio de entonces, Hugh Grant, estrenaba en Londres Cuatro bodas y un funeral y necesitaba vestido. Llamó a una agencia de representación que le recomendaron para hacerse con uno. Aquel diseño negro, con imperdibles y aberturas imposibles, acaparó todas las portadas al día siguiente y se terminó agotando. “Demostró cómo repercute la moda en una actriz en ciernes y cómo puede afectar a la propia firma”, reconocía la editora Tonne Goodman en la serie documental In Vogue: The 90s (en Disney+). Actualmente, un buen termómetro de iconicidad podría ser la Wikipedia: no hay prenda inmortal sin una página que lo recuerde. Está el vestido de Jennifer Lopez que auspició Google Imágenes. También el chinoiserie verde de Dior que lució Nicole Kidman en 1997, y que Melissa Rivers, autoridad estilística de los Oscar, definió “como el primer vestido de costura auténtico sobre la alfombra roja”.
Hoy ver a Cardi B bucear en los archivos de Thierry Mugler o a Florence Pugh como embajadora de Valentino es algo habitual. A la hora de crear una imagen, la moda resulta la perfecta compañera de la música y el cine. Pero no siempre han bailado al mismo compás. En el pasado, la naturaleza de esta alianza entre firmas y artistas de Hollywood era más una cuestión personal que un modelo de negocio, y aunque hubiese algún préstamo, lo habitual era que las actrices comprasen los diseños de alta costura. El motivo radica en el sistema de los estudios de cine: “Las estrellas eran un producto más del estudio, con un contrato fijo que requería una estricta supervisión de su imagen”, sostiene la investigadora Elizabeth Castaldo, autora de Fashion on the Red Carpet: A History of the Oscars, Fashion and Globalisation. Así, los ‘diseñadores de Hollywood’, como ella los llama, eran empleados de los mismos estudios y equipaban a las artistas dentro y fuera de la pantalla. Edith Head no solo vistió a Grace Kelly para Atrapa a un ladrón en 1955. También le hizo la prenda con la que recogió el Oscar ese mismo año. El cambio de paradigma, cuenta Castaldo, se produjo en los años 40, cuando el modelo empresarial de Hollywood entró en crisis y los artistas comenzaron a tener más control sobre su imagen. En la posguerra, explica, tanto rodar en Europa como la fluidez del flujo comercial que trajo la globalización a ambos lados del Atlántico los acercó a las prendas de casas francesas o italianas. Aunque eran amigos, tanto Valentino como Elizabeth Taylor fueron conscientes del poder de llevar una de sus creaciones: “Ni publicistas ni estilistas, solo Valentino y la estrella más grande del mundo revisando muestras de vestidos”, recordaría Giancarlo Giammetti, cofundador de la maison. “Entendimos que era una buena manera de promocionar la marca”.
El germen de estas simbiosis no podía ser más dispar. Bob Mackie y Cher se conocieron entre bambalinas, pero la acabó vistiendo y acompañando a eventos como la Met Gala, siempre con el look más comentado. La intención detrás respondía más a la personalidad osada de la artista que a la anhelada viralidad, pero se produjo un cambio gradual al que contribuyeron los medios de comunicación. Especialmente desde la primera retransmisión televisiva de los Oscar, en 1953: “Gran parte de la campaña publicitaria y de relaciones públicas se centró en prometer un desfile de moda internacional sin precedentes”, evoca Castaldo.
El interés mediático por la moda en la gala podría equipararse al papel que jugó la MTV con la exposición de los cantantes y el estilo urbano. Pink Floyd ya había vestido de Thea Porter y los Sex Pistols, de Vivienne Westwood. Pero el giro absoluto y masificado vino con el hiphop. Como reconoce Mary J. Blige en In Vogue: The 90s, a comienzos de esa década ninguna marca de lujo quería asociarse con los raperos. “La industria de la moda no vio el filón de un videoclip o un álbum. No entendían cómo podían conectar así con un consumidor. Tuvimos que crear la narrativa para ambos sectores hasta que, poco a poco, el hiphop se convirtió en cultura hiphop”, declara June Ambrose, diseñadora y estilista de artistas como Missy Elliot o Lil’ Kim, para esta cabecera. Como dice, todos después quisieron tomar parte debido al imaginario que estaban ideando. Tommy Hilfiger fue de los primeros que supo aprovechar el género. Despegó definitivamente en 1994, cuando Snoop Dogg llevó sus prendas en Saturday Night Live. Lo mismo le sucedió a Cross Colours al ver sus prendas en El prín- cipe de Bel Air. Como personificación de la rebelión juvenil afroame- ricana, la marca sentó las bases para otras firmas como FUBU o Karl Kani, con las que la comunidad hiphop se sintió alineada. Con sus pieles y sus joyas, el estilo ghetto-fabulous se hizo tenden- cia, colándose en las páginas de Vogue: “Tengo buena relación con Donatella [Versace], así que cuando lo necesito, voy al showroom a coger algo”, confesó Lil’ Kim a la revista en 1999.
Antes de vestir de Gucci o Fendi, el estilo (y las formas) de las estrellas eran más informales. Claire Danes iba en vaqueros y bombachos a los estrenos. Looks como el traje rojo de Gwyneth Paltrow en los VMAs de 1996 surgían de una improvisada petición telefónica al relaciones públicas de Tom Ford. De no tener estilista pasaron a necesitarlo imperativamente, tanto en música como en cine: “Puede ser una decisión tan crucial en tu carrera como quién está produciendo tu disco”, recogía un reportaje de Vogue en 1998. Castaldo enmarca esta relevancia en un contexto de cambio y crecimiento que experimentó el lujo en los 90, ligado a la consolidación de los grandes conglomerados de moda.
Hoy, nombres como el de Karla Welch o Law Roach son tan conocidos como el de las divas a las que visten. Las redes sociales nutren el fenómeno: no hay look del que no se sepa hasta el más mínimo detalle. “Antes los artistas estaban involucrados en su imagen de forma más directa. Pero los tiempos cambian y hay que adaptarse”, sopesa el diseñador español Arturo Obegero, que ha vestido a Beyoncé, Adele o Harry Styles. “Vivimos una época en la que consumimos constantemente imágenes e información.Tienes que ser reconocible y ‘único’ al instante. Si no, parece que caes en el abismo del algoritmo y del olvido”. La idea de ‘icónico’ parece desgastarse a fuerza de intentar crear un look impactante tras otro. El method dressing (estilismo performativo por el que los actores se mimetizan con los personajes de sus películas) es la fórmula más reciente para conseguir tal objetivo. Lo hizo Margot Robbie con Barbie. También Zendaya con Dune 2, gracias a esa armadura robótica vintage de Mugler. “Ha crecido la capitalización de estos aspectos visuales en términos económicos a través del branding y el posicionamiento de marca. Ya no es una cuestión estética, sino comercial”, opina Castaldo, citando la dependencia que los grupos del lujo tienen de la cultura popular para ampliar su negocio. Nada escapa del rédito: por ejemplo, la plataforma WeArisma estimó que en los Globos de Oro la firma que obtuvo un mayor valor de medios ganados fue Prada (5,5 millones de dólares), seguida de Dior, con 3,1 millones. Todo el mundo gana.