
Los quiebros de Trump son espectaculares e inextricables. Hace una semana, preparaba una segunda cumbre con Putin, en la que pretendía entregarle Donbás a espaldas de Ucrania, y ahora le impone un severo régimen de sanciones, por primera vez bajo su presidencia y a iniciativa propia, no del Congreso, además de anular la reunión de Budapest, que Viktor Orbán patrocinaba, evitando así un insulto a la legalidad penal internacional en territorio europeo.
También ha sucedido con Gaza, cuando ha forzado a Israel a terminar la guerra y rechazado la anexión de Cisjordania, tras agitar el señuelo de un vergonzoso resort trumpista, con limpieza étnica incluida, sobre las ruinas y fosas de la guerra.
Todo es volátil e imprevisible, salvo el delirante culto a su vanidad, la depredación económica asegurada y su potencia destructiva contra el orden constitucional de su país, la legalidad internacional, e incluso la arquitectura de la Casa Blanca. Si ahora presiona a Putin, mañana puede regresar a las andadas. Su acción errática, sumada a las guerras en marcha, siempre imprevisibles, son las variables que modelan el nuevo orden sin reglas en sustitución del antiguo surgido de la II Guerra Mundial.
Las funciones fijas son el ascenso de China y las aspiraciones imperiales de Putin. De ahí el provecho que reportaría a Rusia una división del mundo en áreas de influencia en la que Estados Unidos se replegara en su continente y abandonara a Europa a su suerte. Una vez alcanzada una mínima pacificación, Oriente Próximo quedaría bajo custodia compartida de Israel y los vecinos árabes, aliados de Washington al estilo de la OTAN y, sobre todo, socios en los negocios. Y China, como consecuencia, podría apostar por un desenganche trumpista de Taiwán e incluso más ampliamente de Corea del Sur y de Japón, un movimiento del que la gira presidencial asiática en curso dará una primera aproximación.
No hay propiamente batallas navales en las guerras de hoy, pero el espacio marítimo refleja con especial crudeza la actual transición desde un orden internacional regido por reglas a otro donde la fuerza es determinante. Rusia viene sorteando las sanciones contra empresas petroleras mediante una llamada “flota en la sombra”, a la que también se atribuyen acciones de interferencia y sabotaje de cables marítimos. Es el escenario de disrupciones bélicas en las cadenas de suministros, con los ataques de los hutíes a buques en el mar Rojo y la interrupción del tráfico en el mar Negro por efecto de la guerra de Ucrania.
Solo faltaba la contribución de Estados Unidos con su campaña contra lanchas sospechosas de tráfico de drogas en los mares próximos a las costas venezolana y colombiana. Tratándose de una Administración tan irreflexiva, no se puede excluir que se haya prescindido de los eventuales efectos secundarios de emulación que pudieran producir tales ataques, especialmente por parte de China. Ni lo contrario, que sea una estrategia meditada en coherencia con la resucitada doctrina Monroe, sabiendo que constituyen una señalización global respecto a los márgenes de acción marítima de las potencias con capacidades navales en las aguas más próximas a su territorio.
Con los antecedentes de la ocupación china de arrecifes e islotes en aguas territoriales ajenas, fácilmente se puede deducir que Pekín puede entender el despliegue marítimo y los ataques de Estados Unidos como la luz verde para acciones armadas de acoso a países vecinos, especialmente a Taiwán.
El desenlace de muchas guerras no se explica sin las alianzas trenzadas por los vencedores. Fueron decisivas en las dos guerras mundiales y también lo serán en la guerra actualmente en curso en Ucrania, donde el propio alto el fuego y el nuevo equilibrio que surja de unas negociaciones de paz no dependen de los escasos movimientos en el frente sino de la persistencia en el suministro de armas, recursos e inteligencia a Ucrania y de la solidez de la Alianza Atlántica.
En el mapa de la victoria que Putin tiene en la cabeza resulta crucial la ruptura del lazo transatlántico y la consolidación de una especie de alianza anti-OTAN alrededor de Rusia y China, con Corea del Norte e Irán para la guerra y el llamado Sur Global entero para la paz. Convertido, en palabras de Putin, en una Mayoría Global antieuropea, podría incluso captar como socio para los negocios a unos Estados Unidos definitivamente instalados en el populismo autoritario del trumpismo.
Una Europa dividida y débil, ya sin Washington, solitaria en la defensa del orden regido por reglas, el Estado de derecho y las libertades civiles, poco podría hacer frente a una Rusia tan bien flanqueada. Quedaría cercada y aislada, a disposición de sus populismos interiores y del sueño de los zares, de Stalin y de su actual epígono. Pero este final de partida, que tanto depende de los caprichos y humores de Trump, está todavía por decidir.

