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Cada vez que Netflix estrena una nueva entrega de la saga ‘Monstruo’, me pregunto hasta dónde llegará y si realmente está justificada la existencia de una ficción así. Lo que empezó con ‘Dahmer‘ acabó convertido en una franquicia con la segunda temporada y ‘La historia de Lyle y Erik Menendez’, pero teniendo en cuenta que el éxito está asegurado con cada tanda de capítulos, parece que estamos ante una máquina hecha para obtener beneficios sin parar. Y mientras funcione, para qué plantearse cualquier posible dilema moral, ¿verdad?
Con la tercera temporada, Ryan Murphy ha elegido contar la historia de uno de los asesinos más infames de la historia estadounidense. Se trata del hombre que inspiró ‘Psicosis‘, ‘La matanza de Texas‘ y ‘El silencio de los corderos‘, pero lejos de honrar la memoria de las víctimas y de plantear otras preguntas interesantes como por qué Estados Unidos es el país que más asesinos en serie le ha dado a la historia contemporánea, convierte al protagonista en un antihéroe torturado.
La obsesión de humanizar a monstruos
La nueva entrega de ‘Monstruo’ demuestra que Ryan Murphy no ha aprendido nada del escándalo que provocó ‘Dahmer’. Vuelve a vestir de empatía lo que no debería tenerla y aunque seguimos teniendo producciones muy cuidadas visualmente, con interpretaciones potentes y una factura impecable, todas se olvidan de algo esencial: Ed Gein fue un asesino real, y las personas a las que torturó y mutiló también lo fueron. Y lo inquietante aquí no es que Murphy repita la fórmula, sino que el público la consuma con la misma fascinación.
En ‘La historia de Ed Gein’ vemos a un asesino que desolló mujeres y fabricó lámparas con su piel -entre otras cosas- presentado como un chico triste y confundido, víctima de una madre opresiva y de una enfermedad mental que lo convierte casi en un mártir. El guion insiste en justificarlo, en suavizarlo, en transformarlo en una figura trágica. Y, mientras tanto, las víctimas vuelven a quedar fuera del encuadre. Es el mismo patrón de siempre: una mezcla de hechos reales y ficción morbosa que disfraza lo macabro.
Es cierto que se intenta cuestionar la fascinación del público por el crimen real y hacer una crítica metatextual, pero no he sabido encontrar esta crítica por ninguna parte. En su lugar solo veo una serie que usa la violencia como espectáculo y el trauma ajeno como motor narrativo. Ed mira a cámara y le dice al espectador «no puedes dejar de mirar» y se repite una fórmula de éxito que reescribe unos hechos terribles.


Es que incluso optan por redimir al asesino, mostrando cómo Ed Gein ayudó al FBI a atrapar a Ted Bundy -aunque sea mentira-. Al dramatizarlo de esta manera, la ficción se acerca peligrosamente a acabar convirtiendo la misoginia, la necrofilia y el asesinato en entretenimiento y en algo estético.
Por no hablar del lugar que ocupan las mujeres en estos relatos, donde no hay espacio para las víctimas, ni para cuestionar el terror que Gein infligió sobre ellas. En cambio, hay una relación romántica distorsionada, una figura materna casi divina y un desfile de personajes femeninos diseñados para justificar o inspirar al asesino.
Aunque lo más escalofriante no es Ed Gein ni Dahmer ni los hermanos Menéndez o la siguiente figura del crimen estadounidense que vaya a protagonizar ‘Monstruos’. Lo que da más miedo es la capacidad que tiene la industria de banalizar algo así, convirtiendo a los asesinos en franquicias con las que llegar a millones de personas. No toda la responsabilidad está en el espectador que las consume por el morbo, también la tienen los que moldean el producto sabiendo dónde va a llegar.
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