La Liga de los saldos extraordinarios | Fútbol | Deportes

Ocurre de un tiempo a esta parte que agosto se ha convertido en el mes más fascinante de la temporada: todo puede ocurrir y nada resulta del todo determinante. Salvando las distancias, es como jugar a la guerra con pintura o tomarse muy en serio los ensayos de boda. Nadie ha ganado jamás una liga en agosto, pero los rumores tienen esa capacidad morbosa de provocar casi las mismas reacciones que un gran título o una derrota histórica. Brotan desde lugares misteriosos, se entrelazan con nuestras obligaciones diarias y al caer la noche, que es la hora de los monstruos, nos descubrimos angustiados tratando de robar algún ansiolítico a cualquier ser querido que los acumule, pues la posibilidad de que Fermín se vaya al Chelsea nos impide conciliar el sueño.

Suponiendo que el rumor lleve algo de agua, la operación se resumiría en dos brochazos que no ofrecen demasiada discusión: uno de los emblemas de la reconstrucción del Barça habría sido puesto en el escaparate porque la salud económica del club exige vitamina de cariño, como en la canción, y porque su posición sobre el campo parece ofrecer bastantes garantías de recambio. Lo de menos, en momentos así, es la literatura. Y aunque la historia de Fermín resulta fascinante (el chico que apenas jugaba en categorías inferiores por bajito, que emigró al Linares y regresó fortalecido para derrumbar las puertas del primer equipo a zapatazos), la triste realidad de nuestro fútbol es que ni tan siquiera el actual campeón es quien para hacer oídos sordos a los cantos de máquina registradora que llegan desde Inglaterra.

No es necesario peinar canas para recordar los tiempos en que La Liga representaba el lujo en su máxima expresión. Florentino fichaba galácticos y Madrid renombraba rascacielos en su nombre. Laporta se traía a Ibrahimovic batiendo récords de traspaso que pronto superaría un Bartomeu encaprichado de Coutinho y Dembélé; Atlético, Villarreal, Betis y Sevilla pescaban en los mejores caladeros y hasta el aficionado del Valencia, hoy espantado ante el austericidio impuesto por su exótico propietario, podía mirar por encima del hombro a media Europa. Hoy, y a excepción del Real Madrid, los clubes españoles se han convertido en proveedores de cabecera de la Premier League: ellos pagan, nosotros vendemos y todos contentos salvo esos hinchas desangelados que, verano tras verano, agosto tras agosto, se ven obligados a despedirse de aquellos futbolistas en los que, se suponía, debían creer.

Y no estamos hablando de grandes trasatlánticos. El Aston Villa, el Brighton, el West Ham o el Nottingham Forest son capaces de pagar a un potencial suplente lo que aquí cobran algunas estrellas, un desequilibrio tan exagerado que lo raro ya no es que los equipos ingleses vengan a pescar con nasa en nuestra liga, sino que todavía quede algo que pescar. Ellos son Harrods, Selfridges, Liberty… Y nosotros una fábrica deslocalizada donde ensamblar el producto. Los fichajes de Bellingham o Mbappé funcionan apenas como un espejismo mientras Getafe, Sevilla e incluso el Barça tratan de sobrevivir hasta que llegue septiembre.

A la espera de que alguien trace un plan viable, no ya para competir por las grandes estrellas del fútbol mundial, sino para poder retener nuestro propio talento, el futuro parece incontestable. Cada rumor de traspaso se siente como un anuncio en las rebajas y ni siquiera hace falta que lo de Fermín se concrete para comprender que nuestro fútbol solo encuentra barro sobre el que asentar los pies. De momento habrá que conformarse con lucir educación y agradecer la visita: que nos intuyan pobres, sí, pero que no nos llamen bárbaros.

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