Hace poco, hablábamos en Vogue sobre la dificultad para conectar emocionalmente con el verano y de la revelación de que –oh, sorpresa– las estaciones más cálidas no siempre son las más elegantes. La verdad es que odio vestirme en verano. No puedo envolverme en capas y capas de tela al azar ni abrigarme con el jersey de cachemira bellamente desgastado que alguien me cedió un día que temblaba de frío. Mucha de mi ropa la he heredado de otras personas o de otras etapas de mi vida, y el verano me arrebata ese placer. De repente, de junio a agosto es tiempo de tank tops y camisetas.
Por desgracia, no estoy lo suficientemente comprometida con vestir de negro como para enfundarme en Rick Owens a 35 grados centígrados y, por lo tanto, mis opciones para el día a día se vuelven dolorosamente limitadas: un ciclo de básicos poco inspiradores cuando simplemente hace demasiado calor como para llevar algo remotamente interesante. Siento que mi personalidad se resiente. Sinceramente, me siento perdida sin mi característico abrigo largo y mis acogedoras superposiciones. Por otro lado, el verano es una pesadilla para la dismorfia corporal y me encantaría esconderme detrás de las mangas largas hasta los primeros signos de septiembre.
Por suerte, aquí viene la mujer Pucci al rescate. Es divertida, glamurosa, opulenta y hedonista. Si el otoño-invierno son sinónimo de elegancia –suntuosos abrigos, sastrería estructurada y cualquier otro adjetivo que recuerde a The Row–, el verano, por el contrario, es sinónimo de escotes, piel desnuda y exuberancia visual. Frente a la apuesta rápida de vaqueros cortos y camiseta crop, la mujer Pucci es el antídoto contra la vulgaridad.