Las 5 claves de la longevidad que aprendí en un hotel de lujo del norte de Marruecos para vivir más (y mejor)

Un retiro de longevidad entre aguas turquesas y montañas esmeralda

Hay quienes se aventuran a reservar un retiro de longevidad impulsados por una epifanía, una crisis de mediana edad o una conversación con su psicoanalista. Yo llegué con las uñas marcadas en los reposabrazos del avión porque, antes de pensar en la inmortalidad, tuve que sobrevivir a un vuelo. Tengo pánico a volar. Y no el nerviosismo leve y socialmente aceptado, no. Pánico de los que repasan su testamento mientras el avión corre por la pista, de los que se despiden mentalmente de sus seres queridos cada vez que hay una turbulencia. Así que, cuando acepté la invitación al programa de longevidad del Royal Mansour Tamuda Bay, pensé que tal vez esa longevidad debía empezar con un acto heroico: no morir de ansiedad antes de aterrizar en Tánger.

Lo logré, no sin esfuerzo, si bien es cierto que las vistas de lo que me esperaba al aterrizar mientras descendía de 12.000 pies de altitud –las aguas turquesas del mar de Alborán y el verde de las montañas del Rif– ayudaron en el proceso. Ya a salvo, con el aire cálido de la costa marroquí acariciándome y un valet susurrando “bienvenue madame Solla” en un vestíbulo recubierto por miles de conchas marinas, supe que había valido la pena. Allí, la tribu era elegante y silenciosa. Nadie te obligaba a conversar, pero no pude evitar pensar en que si lo hiciese, seguramente descubriría médicos suizos, artistas de retiro, hombres escribiendo novelas que nunca publicarán y mujeres emprendedoras con alguna clínica estética en Nueva York o París. Gente que, como yo, vino a pensar en la vida desde otro lugar, con otra perspectiva. Porque si hay un sitio donde pueda replantearse uno el paso del tiempo, es este. Aquí, la longevidad es toda una arquitectura rodeada de jardines mediterráneos, azulejos tipo zellige, mosaicos de mármol y espejos de nácar.

Y aunque todo luce como un hedonista hotel de cinco estrellas (de las que no aparecen en Booking, sino en sueños), lo interesante es que el programa se inspira en algo más esencial: las llamadas zonas azules. Esos lugares del mundo –Okinawa, Cerdeña, Icaria– en los que sus habitantes superan los 100 años como quien logra cumplir 40 sin dolor de espalda. ¿Su secreto? Cinco pilares: moverse sin obsesión, gestionar el estrés y la ansiedad, dormir como se debe, comer conscientemente y sentirse parte de algo. Una filosofía que replican en el tercer hotel de la Colección Royal Mansour –dicen que su hermano mediano, Royal Mansour Casablanca, impresiona; y que el mayor, Marrakech, sorprende– entre cojines bordados y piscinas de agua marina a 30 grados. No me extraña que Tamuda Bay sea, de los tres, el que emociona.

Instalaciones de ensueño, dietas deliciosas y más motivos por los que reservar un retiro de longevidad

El tour por el Medi-Spa del complejo para visualizar cómo sería mi estancia fue casi una experiencia religiosa, que bien diría Enrique Iglesias. Con 4.300 m2 de bienestar (se trata del spa más grande de África), este templo de la regeneración corporal y espiritual me recibe con una sonrisa y una copa de agua de romero. Los terapeutas, formados en las artes de la medicina preventiva, la estética o la ayurveda, me guían hacia un viaje de rejuvenecimiento que desafía las leyes de la biología. Quizá, porque quien lo prueba no quiere morir sin repetir la experiencia o porque aquí resulta inevitable dudar de si la verdadera longevidad se mide en años o en momentos como este. Las instalaciones –de las que  durante los cinco días siguientes dispondré en su totalidad para mi uso y disfrute– son un espectáculo en sí mismas: elegantísimos baños de vapor, un impresionante hammam, una cueva de sal del Himalaya de la que sales respirando como si nunca hubieses conocido la contaminación, piscinas de mármol verde esmeralda que deberían tener hashtag propio y la amabilidad, atención y saber hacer de todo el personal como colofón. El cuerpo empieza a reprogramarse. La mente, también.

Al día siguiente, tras dormir en la cama queen size de una de las 55 impresionantes suites, comienza ‘oficialmente’ mi experiencia. “Cómo si no hubiese empezado en cuanto abrí la puerta de mi habitación, con seis variedades de té marroquí esperándome en el salón y un vestidor más grande que mi piso”, pienso. Primero, un análisis de sangre para detectar posibles carencias y ver mi estado general de salud, seguido de un desayuno no tan healthy para recuperar la energía perdida. Otro punto positivo de este programa: solo lo sigues a rajatabla si tú quieres. Esto es, puedes acogerte a uno de sus tres deliciosos menús saludables (850, 1300 y 1500 calorías), o concederte alguna indulgencia gastronómica si así lo deseas. Porque aquí la comida no es enemiga ni medicina amarga; se basa en la dieta mediterránea con ingredientes locales, preparados respetando tanto el producto como a quien lo come. Como aval, las tres estrellas Michelin de cada uno de sus chefs: los hermanos Alajmo, al frente del italiano Coccinella; el español Quique Dacosta, al mando de Le Méditerranée; y Éric Frechon, comandando La Table. ¿Ayuno intermitente? Solo si lo eliges. ¿Postres? Claro, pero hechos con inteligencia nutricional. Si todas las dietas fuesen así, a estas alturas la (temida) palabra solo tendría connotaciones positivas.

Un propósito: vivir más, vivir mejor

Poco después empieza mi clase de yoga con vistas al mar, con un profesor que habla cuatro idiomas y ajusta mi postura como si leyera mi aura. Ya por la tarde, la médico que llevará mi seguimiento me revela los pasos que seguiremos en función de mis necesidades y preferencias. También me adelanta las consultas que tendré los días siguientes: una nutricionista me har á un análisis de bioimpedancia para calcular mi porcentaje de grasa corporal; con una entrenadora personal y un fisioterapeuta realizaré pruebas cardiovasculares, de fuerza muscular y movilidad; una masajista tailandesa me dará el mejor masaje de mi vida y fijaré las horas de mis tratamientos entre un catálogo infinito de mimos varios. Los elegidos: criolipólisis, con la promesa de reducir la grasa corporal entre un 30 y un 40 % en una sola sesión; Láser Icoone, para tratar la celulitis y disminuir la grasa localizada y, entre paseos por la playa privada de arena fina, crioterapia. No me quejo. El segundo día, en una sesión con una médico india enfundada en lino blanco y sabiduría ancestral, me preguntó qué me motivaba para levantarme por las mañanas. “En Okinawa lo llaman ikigai ”. Lo pensé. No supe. La conversación derivó en mis miedos, mi inexistente rutina de sueño, mi excesivo consumo de café y mi ansiedad anticipatoria; su ayuda se tradujo en escucha activa, sesiones de meditación, acupuntura, efectivas técnicas de respiración y un análisis de la variabilidad del ritmo cardíaco y del ciclo del cortisol que prometía decirme si había nacido para correr maratones o podar bonsáis. Aquí, una empieza a sospechar que el cortisol es un invento de la vida urbana. Al cuarto día me descubrí sonriendo sin motivo aparente. Preocupante.

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