Las caras de Elvira | Opinión

Dolor. Alivio. Miedo. Esperanza. Cansancio. Determinación. Pudor. Desahogo. Impaciencia. Perseverancia. Impotencia. Soledad. Socorro. Ternura. Comprensión. Incomprensión. Resignación. Rebeldía. Incomodidad. Aceptación. Tristeza. Anhelo. Amargura. Melancolía. Hartazgo. Expectativa. Compasión propia y ajena. Incertidumbre. Deseo. Resistencia. Amor, a fin de cuentas, sea lo que sea que signifique esa palabra para cada cual en cada momento del día, o de la vida. Todo eso y más vi, o creí ver, la otra noche en el rostro de la escritora Elvira Lindo mientras escuchaba en primerísimo contraplano a su marido, el escritor Antonio Muñoz Molina, confesarle al periodista Gonzo ante las cámaras del programa Salvados que la depresión que padece desde hace casi dos años le hace “acostarse y no querer despertarse”. Más que un poema, las caras de Elvira eran un poemario infinitamente más elocuente que sus palabras. Y si vi todo eso, o creí verlo, es porque lo he visto antes en otros y, demasiadas mañanas, en el espejo del baño al levantarme. El mapa emocional de alguien devastado por el sufrimiento de otro.

En muchas casas, ahora mismo, está nublado, aunque fuera haga un sol que raja. Lo saben las parejas, las madres, los padres, los que cuidan de quienes padecen males del alma. Un trabajo agotador, acompañar en la travesía de la oscuridad a la luz a quien no la ve o la ha perdido por el camino. Una tortura, convivir con la tristeza abisal de quien más quieres sin poder sucumbir al propio desánimo. Una desesperación, pensar que mañana será otro día y que amanezca y sea más de lo mismo. Un intimísimo y vergonzante sentimiento de injusticia, priorizar siempre, siempre, los deseos o la falta de ellos del otro mientras tú sigues deseando, anhelando, existiendo. Una sonrisa congelada de tanto impostarla, una mandíbula bloqueada de tanto apretarla, unas ojeras cual surcos de arado, de tanto llanto y tanta vigilia. Conste que no hablo de Elvira. Estaba la Lindo especialmente guapa ese día en pantalla. Primorosamente vestida, maquillada e iluminada para, quizá, la escena más difícil de su vida pública. Pero no hay vestido, ni maquillaje ni focos capaces de suavizar el calvario de quienes quieren salvar a otro de sí mismo sin ver todavía el fulgor al final del túnel. Ojalá ya quede menos.

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