A menudo, los partidos en la oposición caen en la histeria. Se les transparentan las ganas de tener de una maldita vez la llave de la caja en su poder y esa ansiedad les fuerza a entregarse al verbo furibundo y la retahíla de los insultos. Igual que sucede en la seducción, nada hay menos atractivo que las prisas. La primera lección que se puede sacar del triunfo de los laboristas británicos es que la paciencia es mejor consejera que la urgencia. Keir Starmer ha sabido esperar a que el pueblo británico se dejara caer en sus brazos, asqueado de esos liderazgos carismáticos pero viscosos que no dejan tras de sí más que mentira y desgobierno. Aquel Boris Johnson del que sólo se acordarán las hemerotecas de la infamia no puede culpar a sus sucesores de esta derrota abrumadora, pues ya todos tras él apestaban al tufo a podrido que deja el populismo tras ser deglutido por el vientre ciudadano. El espejismo del Brexit, que estaba inducido desde una mentira esencial, es impracticable en los tiempos en que vivimos, pero se ha contagiado ahora a algunos movimientos europeos, que agitan la patria al aire porque no tienen otra cosa que agitar, y que responden más bien a la agenda particular de Putin que a intereses palpables de sus países.
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