Literatura que se pasa de la raya: la cocaína que entra y sale de los libros | Babelia

Son inolvidables las cuatro primeras páginas de Cero cero cero (Anagrama, 2014), la crónica de Roberto Saviano sobre el modo en que la cocaína rige la economía global desde la parte del crimen y coloniza casi todos los ámbitos de la experiencia humana. En ellas Saviano recita una lista larguísima, casi una salmodia, de gente que puede consumir coca en el entorno de cualquiera de nosotros, un profesor, tu escritor favorito, el vecino, la jefa de sección, tu oncólogo, alguien de la familia, quien sea, realmente, para rematar: “Si crees que ninguna de esas personas puede esnifar cocaína, o bien eres incapaz de verlo, o mientes. O bien, sencillamente, la persona que la consume eres tú”.

Son cuatro páginas inolvidables porque dicen la verdad.

Esta verdad puede abordarse aplicando distintas miradas, financiera, terapéutica, política…, para entender cómo afecta la cocaína a la toma de decisiones en las minúsculas vidas privadas o en los despachos presidenciales, qué euforias y qué heridas amplifica la droga, qué imperios sostiene, cuántas cabezas se cortan en su nombre cada año. Y luego está la mirada de la cultura, la cocaína que entra y sale de los libros, protagonizándolos, ornamentándolos, estimulando y agotando y deformando los cerebros de los escritores que los escriben, de los lectores que los leen. Desde ahí hablan las líneas siguientes.

Una cultura de la cocaína

Desde antes de Bret Easton Ellis y su noventero American Psycho, el rito asociado a esnifar coca viene constituyendo una fantástica síntesis visual del capitalismo desaforado: una sustancia de aspecto farmacológico, dispuesta sobre la superficie en forma de rayas-gráficas con la ayuda de una tarjeta de crédito, que inhalamos a través de un billete enrollado. A caballo entre el mainstream y la alta literatura (sea eso lo que sea), la novela de Ellis, que se publicó en 1991, ha permanecido en el tiempo como el retrato más popular de un modo cruel y materialista de habitar el mundo, el de la clase dirigente del capitalismo especulativo. En sus páginas, la violencia toma la forma del horror gore, sí, pero también de la conversación banal, el derrame grosero de marcas de lujo (ropa, electrodomésticos, coches) y, en definitiva, la incomunicación. A su protagonista, Patrick Bateman, todos los amigos lo llaman “un buen chico”. Luego, se mete un gramo, se mira en el espejo, y asesina en apartamentos de élite. En American Psycho, la cocaína es un reclamo de fascinación y grima a partes iguales (aunque probablemente la mejor novela sobre el tema de aquella generación sea Luces de neón, de Jay Mclnerney, publicada en 1984, y ojalá su actual editor español, Libros del Asteroide, se animase a recuperarla).

Pero en los últimos tiempos el perico se ha convertido en un tema de conversación mucho más explícito y normalizado. Si los chistes sobre cocaína solo hacen gracia a los aficionados a la cocaína (jejeje, el príncipe Harry se metía a su abuela en la nariz cuando se hacía un turulo con un billete de 50 libras, jeje), resulta que en este país le hacen gracia a muchísima gente, cuando se comparten en redes a costa de un político que da señales de estar tocado o cuando un entertainer las espolvorea en el prime time de la televisión pública. Casi todo el mundo tiene miedo a sonar demasiado frívolo al hablar del tema, es cierto, y, ¡oh!, casi todo el mundo tiene también el miedo contrario, el de sonar demasiado moralista y cenizo o quizá inquisidor… Pero el caso es que la conversación pública ha incorporado la cocaína a todo tren, a menudo como fetiche para la risa o la complicidad festiva, otras veces como parte de un relato de redención.

En este contexto hay que leer ¿Una rayita?, de David López Canales (Anagrama, 2025), un libro breve que explica bien el paso de la cocaína de droga de élite a su democratización, representada por un caso único en la historia económica universal de los precios: en España, un gramo lleva cuatro décadas valiendo 60 euros. López Canales pone sobre la mesa dos debates relacionados: uno, si el tratamiento contra la adicción debería pasar por la abstinencia radical o bien por la reducción de riesgos; otro, el de la posible legalización. Aunque parece decantarse hacia el sí, el autor no es definitivo en su postura y se limita a reivindicar la pertinencia de abrir el debate, recordándonos que la situación actual implica gastos fastuosos, una constante derrota frente al narco y un nulo control de garantías sanitarias (cabría preguntarse, con no poco escepticismo, si algún español habrá probado alguna vez cocaína pura en España). Una cosa es cierta: a juzgar por el comportamiento recurrente de la especie humana a lo largo de la historia, probablemente la coca seguirá entre nosotros durante mucho tiempo y las políticas prohibicionistas podrán contenerla, pero sin eliminarla.

Desde mediados del siglo XIX, la cocaína ha mantenido una relación privilegiada con la cultura. Sólo por mencionar algunos de los casos más canónicos, incluso tópicos, la conocieron Arthur Conan Doyle y Sherlock Holmes, Sigmund Freud la tomó, la recetó y la estudió en varios trabajos que en su día tradujo Anagrama (hace poco, la editorial Letraherido recuperó uno de ellos con el título Sobre la coca), y el poeta alemán Gottfried Benn, una de las voces más lúgubres del período de entreguerras, se dirigió directamente a la sustancia para agradecerle “que dulcemente y anhelante el derrumbe del Yo me das”. Otro ejemplo más: las pesadillas del primer Stephen King (que, como recordaba Laura Fernández hace poco en Babelia, esos años fue un autor sencillamente infalible) habrían sido otras de no ser por su hiperbólica adicción.

En el XX, la literatura permite recorrer el camino que llevó a la farlopa desde una posición marginal al mundo del pijerío, primero, y finalmente a ser un recurso transversal en bodas, bautizos y comuniones. Así, el lector puede acercarse a Novela con cocaína, publicada por el desconcertante M. Aguéiev en 1934, para descubrir el mundo suburbano de juego y prostitución por el que circuló durante décadas. O a Londres, uno de los textos inéditos de Céline que se descubrieron en el verano de 2021, cuya traducción ha sido una de las publicaciones imprescindibles del 2025 español para cualquier lector atento a lo importante, una obra que produce dulces y anhelantes náuseas de serrín de bar proletario y en la que macarras y prostitutas se meten coca como animalitos enajenados para resistir la vida y retrasar un día más las traiciones y atrocidades que inevitablemente se dispensarán los unos a los otros.

Luego, sobre todo en los ochenta, llegaron el yuppie, el lujo, ese ambiente moral que retrata Martin Scorsese en El lobo de Wall Street y que en España tuvo su momento más popular con Historias del Kronen, de José Ángel Mañas, en un tardío 1994, una contribución menor si la comparamos con Noches de cocaína, novela de una de las mayores inteligencias de finales de siglo, J. G. Ballard, en cuyas páginas la cocaína y el paisaje turístico mediterráneo se alían para profetizar una sociedad psicopática e insatisfecha por diseño: la nuestra, claro.

En 2007, el mexicano Julián Herbert publicó Cocaína (Manual de usuario), una colección de relatos que siguen estando entre lo mejor que se haya escrito al respecto en castellano, textos inteligentes y ambiguos, tomados por el cinismo en el que acostumbran a embozarse los adictos, asomados al vacío que suelen ocultar(se) tras ese cinismo, y partícipes del entusiasmo sudoroso y las mandíbulas flamencas que los caracterizan en los momentos de subidón. De pronto, ya no importaba disimular más.

De ahí, poco a poco, desembocamos en el momento actual, cuando las drogas aparecen a menudo como factor costumbrista en las narraciones de autoras treintañeras como Aixa de la Cruz o Rocío Collins, con la cocaína mezclándose con el speed y otras drogas sintéticas, ya no provocación ni tema, apenas un síntoma entre muchos otros de ansiedad o fuga. Es fácil reconocer el ritual amistoso de las visitas al baño del local en los versos de Arnau, el poema narrativo en catalán de Adrià Targa (otro treintañero), cuya voz es lo bastante lúcida para decir otra verdad: “Lo que os han vendido no es cocaína / Es el cráneo de Yorick desmigajado” (la traducción, tan torpe, es mía). Aunque Daniel Jiménez sí tituló Cocaína su primera novela en 2016, sobre la precariedad y el desencanto postcrisis. En fin, la cocaína está en todas partes y se sabe incluso de algún ensayista que incluyó a su dealer entre los agradecimientos de su último libro.

La adicción como combustible del capitalismo

Pero más allá de esta biblioteca de urgencia que les he propuesto, quizá convenga establecer que la cocaína solo es parte o metonimia de un panorama más amplio: el mundo está intoxicado. Lleva estándolo mucho tiempo. Digo “mundo” para hablar del ser humano contemporáneo, persona a persona y colectivamente.

En Capitalismo límbico (Yonki Books, 2025), el historiador David T. Courtwright identifica el avance de la civilización con el aumento de los placeres (sublimes o mundanos, desde la música hasta la embriaguez), que han sido el objeto de deseo de la especie desde siempre, pero también con la conversión de esos placeres en necesidad y, en los peores casos, adicción. Para Courtwright, el sistema económico al que llamamos “capitalismo” (en realidad, más bien una fenomenal atmósfera consensuada de sentido común compartido/impuesto a lo largo de siglos, estados y mutaciones estructurales) requiere estimular la formación de compradores reincidentes, compulsivos, que vuelvan una y otra vez a los mismos productos. De ahí el adjetivo “límbico”: industrias, gobiernos y mafias manipulan el sistema neuronal de los potenciales clientes, la parte del cerebro que gestiona las emociones y las reacciones inmediatas.

“Internet sobrealimentó el capitalismo límbico”, escribe el ensayista, “pero desde luego no lo inventó”. Es cierto, pero el perfeccionamiento de la fórmula gracias a las redes sociales, esa “cocaína cognitiva”, como las llama Johann Hari en El valor de la atención (Península, 2023), se cuenta entre los grandes problemas de esta época, un problema inducido a sabiendas por las empresas tecnológicas, que está en la raíz de la extrema polarización sociopolítica y condiciona nuestra capacidad de afrontar el futuro.

En todo caso, leer a Courtwright contribuye a consolidar una intuición: no es solo que el mundo contemporáneo viva intoxicado, sino que está dirigido por una lógica profunda de adicción y se identifica con el comportamiento compulsivo del adicto con sus ciclos de auge y caída que cabalgan la ola del craving, ese deseo irreprimible que toma su cerebro por completo y al que no puede oponerse.

No se trata tan solo de cuántas drogas legales o ilegales se consuman en un país como España, aunque desde luego son muchísimas, ni de que Elon Musk u otros dirigentes internacionales sean consumidores aproximadamente confesos de anfetaminas o ketamina. Me refiero a que el trasfondo profundo de las relaciones que mantenemos con el entorno, la información y los afectos responde a una dinámica compulsiva. Seguro que Oihan Iturbide, el editor español de Courtwright, estará de acuerdo conmigo: no en vano, fundó hace tres años el sello Yonki Books, especializado en libros que estudian distintos aspectos del asunto. La mera existencia de la editorial es un síntoma cultural llamativo. En otro libro del mismo sello, Insaciable (2025), la neurocientífica y toxicómana recuperada Judith Grisel se refiere a las vidas de los adictos en términos que valdrían igualmente para explicar los ciclos culturales de los últimos 30 años (con sus idas y venidas del poliamor a la espiritualidad, de la revolución al conservadurismo, sin llegar a fundar nada sólido) o las largas horas de scrolling en nuestros dormitorios de madrugada: “Lúgubres celdas de la repetición”.

Adicción al sexo, al trabajo, al móvil, al diazepam, al juego, a las ideologías de la rabia… Las formas del problema son múltiples, pero algunas tienen un mayor poder metafórico que otras, y entre las ilegales hay dos que gozan de un carisma especial. La marihuana es la droga decrecentista, desaceleracionista, podemita. La cocaína, cuya transversalidad ha alcanzado cotas impresionantes, presenta los rasgos del aceleracionismo y la ambición neoliberal. Drogas de izquierdas y drogas de derechas, diríamos en tono de caricatura. Una vez más, no hablamos de quién las consume, sino de su envoltorio simbólico, de las culturas que asociamos a ellas. Porque cada droga genera su propia cultura, el popper y el mdma o éxtasis, festivas, el cristal y la heroína, suicidas.

Ahora bien, esta creciente normalización (en Cinco lorzas metafísicas, María Von Touceda comenta que esnifar se considera una actividad casi inocua en círculos de policonsumidores) significa varias cosas: que está más presente, que se le ha perdido el miedo, y que su momento disruptivo pasó.

La redención y sus enemigos

Esto explicaría por qué, más que la cocaína, lo que se ha convertido en un auténtico lugar común es el relato de la superación de la adicción. El objetivo parece ser que no quede ni un famoso sin contarnos su rehabilitación, una nueva corriente que a veces es reconfortante (como recuerda Iturbide en sus newsletters semanales, el estigma del yonqui persiste, por lo que escuchar voces respetables que le dan un giro terapéutico a la normalización es bueno e imprescindible), pero que otras veces insinúa una nueva escalada de la confesión y el escrutinio públicos enarbolados como fuente hegemónica de autoridad y valor de marca personal.

Y eso que cualquiera que pase por una terapia contra la adicción descubrirá pronto que la clave de la recuperación está en resetear la propia identidad, que en los adictos tiende a ser colonizada por la cocaína, siempre dispuesta a confundirse con la propia naturaleza de la persona. La cocaína intensifica momentáneamente la sensación de identidad, pero a costa de desintegrarla. El Yo pasa de la expansión dopaminérgica a la fractura existencial en una ilusión química de coherencia que a la larga es insostenible.

Por supuesto, el efecto inicial de la cocaína es euforizante, goloso, toda una fiesta. Si no, ¿por qué iba a tener éxito? Sin embargo, nadie conoce a nadie que se haya convertido en una mejor persona gracias a ella, y a la larga contribuye a un egoísmo histérico que los psiquiatras conocen bien y Joaquín Sabina sintetizó en un verso de ‘19 días y 500 noches’: “Gente sin alma que pierde la calma con la cocaína”. No es extraño que Robert Louis Stevenson escribiese El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde puesto de coca, y, de hecho, la bifurcación moral del protagonista se parece mucho a las angustias que van tomando posesión del adicto. Aunque Stevenson no escribió una “novela sobre la cocaína”, sí la concibió en un clima cultural y médico, la época victoriana, de auge de los estimulantes y con una moral dividida entre el deber y el placer.

La historia de Jekyll y Hyde alberga sobre todo una pregunta sobre la naturaleza del Yo, de la identidad individual y la responsabilidad sobre los propios actos. Quien haya conocido la experiencia de sentarse en un círculo terapéutico de autoayuda, rodeado de adictos, sabrá que los pacientes afrontan un dilema fascinante: decidir quiénes son, qué actos los definen, cuáles no, y afrontar los vacíos, inseguridades, miedos o fragilidades que taponaba el polvo blanco. En un contexto cultural de hiperinflación del ego, que las respuestas impliquen necesariamente la asunción de límites, que impongan el requisito de asumir que no somos tan grandes ni abarcamos tanto ni podemos tener cuanto querríamos, es el verdadero aprendizaje contra el que se levanta el consumo compulsivo de cocaína y, más allá, cualquier tipo de comportamiento adictivo, el poder, las redes, la fama, la deslealtad. Tal vez la sustancia verdaderamente adictiva del presente y para la especie sea el Yo.

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