El hecho de que Dea Gómez (Salamanca, 1989) y Diego Omil (Marín, Pontevedra, 1988) –o mejor dicho, Los Bravú– sean pareja sentimental y profesional no tendría nada de insólito si no fuera porque la profesión que comparten es la pintura. Y lo hacen en la acepción más literal de la palabra: la dupla crea sus obras a cuatro manos. Una circunstancia no tan inusual como podría parecer en el ámbito de la creación contemporánea –ahí están Charles y Ray Eames, Gilbert & George o Christo y Jeanne-Claude, entre otros, para demostrarlo– que ellos explotan multiplicando por dos las posibilidades de un lienzo o de cualquier otro soporte.
Gómez y Omil se conocieron en la facultad de Bellas Artes y dieron sus primeros pasos en el ámbito de la narrativa ilustrada. “Yo estaba todavía terminando la carrera, pero los dos estábamos muy interesados en el mundo editorial, somos unos locos de los libros. Entonces empezamos a hacer pequeñas publicaciones”, recuerda Dea. “En 2012 desarrollamos un proyecto que se llamó Introducción, nudo y desenlace, que eran tres viñetas distintas para poder demostrar a las editoriales que podíamos trabajar como ilustradores freelance manejando todo tipo de estilos. Ahí ni siquiera existía aún Los Bravú”, continúa Diego. Ese proyecto fue la puerta de entrada en una de sus casas de edición independientes favoritas, Fulgencio Pimentel, con la que publicaron un título, Toreromaus, que empezó a darles cierta visibilidad.
El nombre artístico de la pareja llegó poco después y es una palabra gallega que, aunque técnicamente se refiere al olor de los animales, también alude a un movimiento contracultural que se dio en el ámbito rural de la región en los años 80. “Sería equiparable a la movida madrileña. Había grupos haciendo rock y cierto arte de vanguardia –como los pintores que se enmarcaban en el atlantismo–, pero en el campo. Todos ellos hacían algo posindustrial, periférico, manual y con cuatro duros, pero siendo modernos. Y en la aldea [Marín, de donde procede Omil] es lo que nos estaba pasando a nosotros”, recuerda el artista. Pero el verdadero punto de inflexión en su trayectoria vino cuando les becó la Real Academia de España en Roma. “Allí nos vimos con un taller enorme, rodeados de unos artistazos de la leche y en un contexto megainspirador como es la ciudad italiana. Nos volvimos locos y dijimos: ‘Hay que volver a pintar’”, explica Gómez. Ese fue el chispazo necesario para aparcar, al menos temporalmente, los libros, y retomar el formato pictórico clásico. “Nos pareció que aquello era una oportunidad. Visitando la ciudad vimos que había algo en el quattrocento y en el primer barroco que se parece al lenguaje gráfico de la ilustración del cómic y que podíamos hacer como un empalme”, afirma Omil, al tiempo que su pareja apunta “cuando vimos los frescos de La leyenda de la Vera Cruz, de Piero della Francesca, realmente nos voló la cabeza. Estuvimos en la Capilla Bacci unas cinco horas”.