Frente a un cuadro de Maria Helena Vieira da Silva (Lisboa, 1908 – París, 1992), una no puede evitar cuestionarse su ausencia en los relatos canónicos del arte. ¿Cómo es posible que una artista que tejió el espacio con tan singular maestría —esa trama de líneas rectas, esas retículas que vibran como la textura misma de lo visible— haya permanecido tanto tiempo en un discreto segundo plano? Dueña de un lenguaje pictórico único, Vieira da Silva se erige hoy como una de las figuras más fascinantes y, paradójicamente, menos reconocidas de la abstracción europea del siglo XX.
Una omisión que el Museo Guggenheim de Bilbao viene a subsanar –del 16 de octubre al 22 de febrero– con la gran retrospectiva que acogerá en los próximos días, la primera en España desde la última que le dedicó la Fundación Juan March hace más de treinta años. “Ha sido un descubrimiento para mucha gente, como la mayoría de las mujeres artistas”, cuenta Flavia Frigeri, comisaria de la exposición, aludiendo a la sorpresa que su obra aún despierta. La muestra, que debutó anteriormente en el Guggenheim de Venecia, llega ahora a Bilbao con una propuesta renovada. “Está genial que pasemos por Bilbao porque tiene un espacio muy distinto del que teníamos en Venecia, así que la experiencia no es la misma, y tampoco queríamos replicarla”, explica la comisaria. “La mayoría del trabajo de Vieira da Silva trata sobre el espacio y como crearlo, en una dimensión o en tercera dimensión, así que esperamos que se cree un diálogo entre el espacio del museo y la pintura”, añade.
Maria Helena Vieira da Silva nació en una familia acomodada en Lisboa en 1908. Su padre, que era embajador en Suiza, murió cuando ella tenía solo dos años y su madre, junto con una tía, se encargó de su educación. Con apenas 14 años comenzó a pintar para huir de la soledad, como reconocería ella misma: “A veces estaba completamente sola; a veces estaba triste, incluso muy triste. Me refugiaba en el mundo de los colores, en el mundo de los sonidos. Creo que todas estas influencias se fundían en una sola entidad, dentro de mí”.
Se matriculó en la Academia Nacional de Belas Artes de Lisboa en 1919, donde se empapó de las corrientes vanguardistas, especialmente de las futuristas y cubistas. Más tarde, en 1928 se mudó a París para continuar su formación en la Academia de la Grande-Chaumiere. Allí, Vieira da Silva descubrirá la obra de Picasso, y se sentirá interpelada por la arquitectura pictórica de Paul Cézanne, los colores de Matisse y la pintura de Pierre Bonnard. Unas influencias que le ayudarían a configurar su estilo en los años siguientes.