La niña va a catequesis, prepara el camino hacia su primera comunión. Las vecinas esperan la llegada del metro que las lleve al corazón de la ciudad, al centro comercial, que las iguale con el resto de vecinas de Barcelona. La primera, aguarda de manera simbólica ese momento que la situará en la edad adulta y, tal vez, la haga dueña de sus decisiones. Para las segundas, la línea del metro es el acceso, la independencia, una promesa de equilibrio. Todo está en Ama de casa (Lumen), la novela debut de la actriz Maria Roig.
A través de la mirada de una niña de nueve años que atraviesa una crisis personal y familiar, la escritora sumerge al lector en la cotidianidad del barrio del Carmelo en los días previos al hundimiento del suelo que provocaron las obras de la línea 5, y que abrió en el barrio una boca de 30 metros de diámetro, obligando a desalojar a más de 800 personas de sus viviendas y a reubicar a estudiantes de dos colegios.
Pero la luz llega de otra manera a la vida de la niña de Ama de casa, como también lo hizo para su autora, Maria Roig, en la forma de otros e inesperados templos. De todo ello, de lo divino y lo humano, pero también de lucha de clases y de una novela que se hizo posible gracias a una campaña de micromecenazgo online, hablamos con la escritora –quien recoge los frutos de un proceso creativo que ha caminado en paralelo a toda su vida adulta–. Una vida marcada por el siempre inestable equilibrio entre los estudios y las jornadas de trabajo, y la experiencia de trabajar en países como Noruega y Dinamarca.
Cortesía de Lumen
La escritura de esta novela ha sido posible gracias a una campaña de micromecenazgo. Eso de por sí es un hecho que llama la atención sobre otra cuestión central en el libro: la realidad material, la clase, y las posibilidades que deja eso para la escritura.
Maria Roig: Las condiciones materiales han supuesto todo el rato esa lucha que me ha llevado también a aprender cómo escribir en la austeridad, porque hubo un momento en que me di cuenta de que tenía que aceptar que mis condiciones eran esas. Yo las quería cambiar, pero acepté que quizás tenía que escribir esta historia desde ahí. Entonces, en un momento dado, una amiga me dio la idea de hacer una campaña de mecenazgo. Es verdad que yo no lo veía claro, ¿quién me va a donar a mí? Pero, al final, lo hice y fue esa la manera en la que volví a España, ese dinero me permitió hacer la maniobra. El cambio de país requiere de un margen de tiempo y, por tanto, de un colchoncito.
¿Cómo afectó a tu escritura encontrarte, de pronto, con tiempo?
Fue un cambio radical porque yo nunca había tenido este dinero. Para empezar hubo algo ahí de legitimidad, al pensar que había gente creyendo en este proyecto, que incluso había llegado a donar dinero. Y luego, la parte económica fue un cambio radical. Si te pasa cualquier cosa puedes permitirte coger un taxi e irte al hospital, porque sabes que no va de 10 euros, y yo había vivido muchas veces al límite, controlando mucho lo que había. Hay algo que físicamente te coloca en otro lugar. A la hora de escribir eso me ayudó. Con este dinero volví a España con la voluntad de encontrar un trabajo que no fuera de camarera, con la voluntad de pensar y escribir y con la voluntad también de movilizar a la actriz. Pero, a la hora de escribir, el cambio fue el de poder permitirte una habitación propia sabiendo que la vas a poder pagar. Fui a terapia con este dinero, que no había ido en mi vida porque no me lo había podido permitir. Supuso también entender la escritura como un proceso que empieza desde el cuerpo. Una tiene que templarse para poder pensar. Una tiene que poder meter la cabeza en esa piscina, que es ese mundo que está intentando ordenar. Yo había intentado escribir en mi día libre, trabajando jornadas de 14 horas. Pero en el día libre tienes que poner la lavadora, dormir o tener una cita porque igual te sienta bien. Me enfadaba que nuestros referentes acostumbran a ser privilegiados. Eché de menos ese espejo en el que mirarme. ¿Qué haces si no tienes esa herencia?
Ama de casa se sitúa en el barrio del Carmelo en 2005, en los días previos al hundimiento provocado por las obras del metro. ¿Crees que 20 años después todavía está ausente un relato no oficial, o una diversidad de voces desde la perspectiva del barrio?
Absolutamente. Creo que si el agujero se hubiese abierto en Sarrià o en Pedralbes, como dijo Miqui Otero en la presentación, no se hubiese llegado hasta el punto del hundimiento, se hubiese parado antes, porque no se hubiesen rebajado los costes de la obra, etcétera. Pero igualmente, si el agujero hubiese sucedido, la mirada pública, la mirada de la ciudad, el acompañamiento, hubiese sido otro. No todo el mundo se puede permitir empezar de cero. Hay acontecimientos que te desordenan. Yo me siento una privilegiada: he luchado para poder contarlo, pero lo he conseguido, y muchas veces eso no pasa. No me interesaba ni romantizar el barrio ni lo contrario, sino darle una capa nueva. Como decía Ítalo Calvino, trabajamos con nuestros paisajes interiores y, en mi interior, el Carmelo funciona en mi escritura como un teatro. Pero siento que nos faltan referencias y espacio para alzar la voz y que llegue a otros puertos.
¿Crees que cuando se romantizan estos paisajes es porque se escribe desde el privilegio?
Sí, también creo que cuando empiezas a abusar de una palabra, el significado primordial se pierde. Llevo observando desde hace unos años que esto ocurre con la palabra precariedad, que está en manos de personas privilegiadas, o que se utiliza mucho en ámbitos artísticos. Entonces, de repente, a mí ya no me sirve. Es cierto que uno siempre se sitúa en unas coordenadas en las que hay algo mejor y algo peor, pero la conciencia de clase es decidir no utilizar esa palabra si has tenido unos privilegios. Soy consciente de que nos encontramos en un momento muy confuso, pero sí que he observado que hay palabras que se han pervertido y ya no las puedes utilizar para expresar lo que quieres.
¿En algún momento has sentido que, tal vez en redes sociales, desde ámbitos artísticos, la precariedad se convertía en una competición?
Exacto, sí. También, en el momento tan público que vivimos, parece que la gente intenta situarse en un nicho donde poder estar a salvo y poder existir. Y de repente, si todos somos precarios, la perdiz por el pico se pierde. Hace falta muy poco en una conversación para entender cuál es el eje de coordenadas. Y sí, en ese caso, a mí me ha enfadado mucho estar ahí, escuchando.
Para recrear ese contexto de 2005 desde una mirada infantil, ¿te has refugiado en tus recuerdos o has liberado un cierto sentido de fantasía?
Pues, siguiendo con la idea de los paisajes interiores de Ítalo Calvino, él hablaba de buscar esos lugares de la memoria pero, al mismo tiempo, tomarlos para que nutran la imaginación. Al final creo que es un trabajo de conocer qué materiales están a tu disposición. La memoria es un material cuya doble cara es el olvido. Mientras trabajas con una, lo haces también con el otro. Pero también me gusta mucho hacerlo con la imaginación. Una cita que es faro para mí es la del poeta Wallace Stevens, que decía que la imaginación tiene que ver con pasar lo visto por Dios. Era un motor para la escritura de esta novela, que está bajo este paraguas de la fe. Como intentar trabajar con lo visto, con lo oído, con lo conocido, con la memoria y a la vez con esa idea de pasarlo todo por la imaginación, por Dios, por la fantasía, porque al final la voz de la niña también te permite eso. La niña es un narrador no confiable, porque su mente fantasiosa te puede estar contando una cosa, pero que esa cosa no sea como es.
La cuestión de la fe se cuela mucho en la literatura más reciente. ¿Tiene que ver con una cierta búsqueda infructuosa que se percibe en el pulso de la actualidad y su incertidumbre?
Creo que sí, la fe tiene que ver con buscar una respuesta a la incógnita, o buscar ese espacio de refugio, ese doble punto de las cosas. No tiene que tener un nombre, pero es como un horizonte que está ahí, al que tú intentas llegar y se te escapa. Pero me gustaría también pensar en la vida como el intento de guardar misterios para que estar aquí tenga todavía más épica. Que luego al final, si lo piensas, es muy banal todo. Desayunar, comer, dormir, y vuelta a empezar. Creo que ciertas generaciones venimos con este lenguaje, que se va transformando. En mi caso, la decisión de escribir en la lengua madre también tenía que ver con ese lenguaje católico, que yo he transformado, porque yo me relaciono con la fe de una manera muy distinta a la que lo hacían mi madre o mis abuelas. Anaïs Nin decía que ella había traspasado la fe de la infancia a la escritura. Me gusta esa idea de poder transformar algo que nos ha sido dado, que ahora en mi camino tiene otros significados.
Los personajes de los padres no están retratados en el libro en su momento más luminoso, pero están tratados, sin embargo, con amabilidad. ¿Cómo los pensaste y escribiste?
En el momento de tomar la decisión de que la voz fuera la de la niña y no una voz más adulta narrando en pasado, esa voz, que normalmente no nos paramos a escuchar, tiene algo precioso, que es que no enjuicia. Es la voz del testigo que acompaña desde una compasión. Es una mirada muy parecida a la de la lectora, que está intentando rellenar huecos con poca información. María Zambrano hablaba de la importancia de la compasión como puente de encuentro, y me parece que esa niña intenta precisamente poner compasión. Quizás lo que cuenta puede ser arduo, pero hay una capa detrás de ese dolor, que es el intento de comprender y de amar, pese a todo. Me interesaba que esos personajes estuvieran en un momento de contradicción. Estoy aprendiendo que la vida es eso. Somos contradictorios, un producto de nuestro contexto, herencias, heridas, y de la capacidad que hemos tenido de transformar esas heridas.
Es curioso, porque es el mensaje contrario al que recibe la niña durante su infancia, que es el de que tu vida son las decisiones que tomas. Que hay un “caminito bueno”, y uno malo.
Está mamando eso. Y qué difícil es salirnos de la jaula de aquellas narrativas que mamamos. Así de importante es el lenguaje, la posibilidad de narrarnos. Un contraste también entre la posibilidad de narrarse que va a tener la niña y la que ha tenido la madre. La niña sí cuenta con la posibilidad de romper el umbral en el que ha sido encorsetada.
¿Qué proporciona o de dónde procede esa posibilidad de romper el umbral?
Para empezar, una fe absoluta dentro de la niña, o dentro de esta narradora. Una fe que es un horizonte hacia el que caminar, que no tiene nombre, pero que es un motor. Por otro lado, y aquí ya hablo de mí, yo me puse a trabajar siendo muy joven porque tenía claro que quería estudiar, quería tener unas posibilidades que en mi casa no habían tenido, fue un esfuerzo muy grande tener siempre tres trabajos e ir a estudiar. Tenía una sensación constante de no estar haciendo las cosas bien. Mis referencias en la universidad eran estudiantes que iban a la biblioteca y a clase. Yo venía de trabajar, iba a clase, y por la noche tenía que estudiar, ya muy cansada. Pero al haber tenido el privilegio de formarme en la universidad, también ahí he aprendido mucho, he aprendido de mirar a los otros, a esas personas que yo sentía como los otros, por encima de mí, de intentar, en ese sentido, ser actriz y copiar. ¿Por qué es tan legítima hablando esta persona y a mí me tiembla la voz? En mi casa me inculcaron a no mirar por encima del hombro al prójimo, y creo que tiene que ver con esta voluntad mía de tender la mirada, la escucha y la presencia.
La materialidad y la manera en la que la clase condiciona la vida de los personajes está muy presente en la novela, pero también lo está la fe, desde otro lenguaje. Entonces llega la biblioteca Juan Marsé al barrio y, cuentas en la novela, aparece el templo. La fe y la educación parecen uno en tu escritura. ¿Cómo se convierte la biblioteca pública, en esa metáfora, en el templo?
La biblioteca es esa habitación propia que muchas niñas no han podido tener. Fue en la biblioteca, cuando vivía en Copenhague, donde me iba a escribir esta novela. Porque tampoco tenía habitación propia ahí, eran muy caras y yo compartía la mía. Entonces, las bibliotecas han sido espacios sagrados, templos. Espacios de congregación, también, porque a través de otros te animas a estudiar.
¿Qué es una biblioteca pública de barrio para una niña de nueve años? Hoy, que es tan importante recordarlo.
Es el espacio de la imaginación, es el espacio de los otros mundos. En el caso del Carmelo, para mí era muy significativo que es una biblioteca preciosa. Está en una de las cimas y tiene una terraza muy grande, desde la cual se ve toda Barcelona. Un horizonte muy amplio, despejado de fachadas. Es un horizonte que se extiende en una metáfora preciosa. Un lugar que te permite abrir nuevos caminos. Yo no daba crédito cuando de repente un carnet azul, me daba acceso a tantas cosas, a tantos lugares donde poner el cuerpo, sacarlo del espacio en el que están pasando cosas que quizás duelen. Un espacio seguro en el que imaginar otras cosas. No lo sé. Es que menos mal, menos mal.