Mondongo, el colectivo argentino que crea arte millonario con plastilina | EL PAÍS Semanal

De lejos parecen óleos: paisajes hiper­realistas. El musgo brillante, las ramas enmarañadas y crujientes, el agua espejada. Pero cuando uno se acerca a algunos de los paneles de la obra Argentina (paisajes) ve los fragmentos de plastilina, de distintos colores y tamaños, en general pequeños, yuxtapuestos. Siente el olor del material. Y, si mira bien, hasta encuentra las huellas dactilares de Juliana ­Laffitte (Buenos Aires, 51 años) o Manuel Mendanha (Buenos Aires, 49 años), los dos artistas que integran Mondongo.

Cada uno de los 15 paneles de tres metros de largo por dos de alto pesa casi 100 kilos. Están hechos sobre madera: una primera capa de cola vinílica, alambres, cartones y, luego, plastilina. Un trabajo descomunal, minucioso y agotador, que surgió durante dos días que los artistas se tomaron para descansar.

Mondongo trabaja la plastilina con meticulosidad. Lo hacen colectivamente. Descreen de la autoría de las ideas. No firman sus cuadros, ni siquiera en la parte trasera.

En 2008, a partir de la invitación de un amigo, Laffitte y Mendanha decidieron ir a Entre Ríos. Hacía ocho años que no se tomaban vacaciones: su hija Francisca tenía dos y pensaron que, quizás, podría hacerles bien relajarse un poco; dejar de pensar en el trabajo. Con la exuberancia de la naturaleza —cuentan ahora en su taller de Palermo—, ambos quedaron fascinados.

Se alternan para hablar. Juliana comienza una frase y Manuel la termina. O ella interrumpe y luego él sigue: como en las obras, durante las entrevistas se complementan. No siempre están de acuerdo. Viajaron un fin de semana a un campo al borde del río Uruguay. Una zona deshabitada e inaccesible.

Juliana: Empezamos a ver la naturaleza como algo espectacularmente divino.

Manuel: Nos hablaba.

Sacaron fotos, muchas fotos. Descansaron pero, sobre todo, pensaron en lo que iba a venir. “Empezamos pintando un panel y no pudimos parar”, dice Manuel. Durante cinco años trabajaron en Argentina (paisajes), que acaba de venderse por 1,2 millones de dólares (poco más de un millón de euros), la obra argentina adquirida en subasta pública más cara de la historia. “Un paisaje que no existe en realidad: diferentes lugares que fuimos aunando y convirtiendo en relato”, apunta el artista.

Tuvieron asistentes que los ayudaron a preparar el material: las mezclas de plastilina a partir de colores básicos (rojo, azul, amarillo, verde, magenta, celeste y marrón; además de blanco y negro). Pero solo ellos dos trabajaron sobre los paneles (en horizontal), 12 horas al día. En principio, las formas generales y, luego, a medida que avanzaban, definiendo los pequeñísimos detalles.

Manuel Mendanha trabaja en su taller.

En 1999, Mondongo tenía tres integrantes (la tercera era Agustina Picasso, pero en 2008 se fue a vivir a Estados Unidos y se casó con Matt Groening, creador de Los Simpson). El nombre surgió de un guiso, plato sustancioso hecho con uno de los estómagos de la vaca. Los tres eran pintores de caballete clásico. Sin embargo, al empezar a trabajar juntos decidieron “quebrar la individualidad” (no firman las obras) y experimentar con materiales diversos. Con fiambres ahumados hicieron la imagen de la Casa Blanca; con 300.000 palillos, una flor de loto; con galletitas, un retrato de la actriz Isabel Sarli, icono sexual argentino.

En 2004 recibieron un encargo de la Familia Real española para hacer retratos de sus miembros. Dijeron que sí y propusieron hacerlo con espejitos de colores. Con ironía, para vengarse del proceso colonial. Justificaron: “Es que el pueblo se refleja en la monarquía”. La acción, que despertó animosidad, provocó un giro inesperado en sus carreras. Recibieron muchos pedidos de retratos, se pudieron comprar un ordenador y dejar sus trabajos —Juliana era diseñadora y Manuel hacía planos en un estudio de arquitectura— para dedicarse de lleno al arte. Uno de esos encargos fue un retrato de Walt Disney. El cliente decidía quién era el retratado: no sabía cómo iban a realizar la obra ni por qué. Pensando en un registro infantil, se les ocurrió usar plastilina. Y así, descubrieron su material insignia.

Al igual que en el cuadro homónimo de Berni, el personaje central de 'Manifestación' es una niña. Manuel y Juliana tardaron ocho meses en terminar la obra, que pesa 120 kilos.

Empezaron armando chorizos como los nenes. Hoy entienden la plastilina como “un óleo lento” que se mezcla con la mano en vez de con un pincel. Descubrieron que si la calentaban en el microondas se derretía y adquiría una consistencia casi líquida que, durante cuatro minutos, se podía desparramar o usar para dripping (técnica pictórica característica de la action painting). ¿Y si la ponemos en una prensa?, se preguntaron, y probaron con la plastilina. Se les pegaba. Así que se les ocurrió intentar con papel manteca y funcionó. Amasaron bolitas minúsculas y las aplicaron como puntillistas. Después, fabricaron una herramienta con cerdas de metal que les permite hacer “esfumados”. Siguen investigando.

Con plastilina, mientras trabajaban en los paisajes argentinos, hicieron una serie de 12 calaveras con detalles minuciosos e intrigantes. Sabían que si hacían más, las hubieran vendido. Sin embargo, dicen, cuando una idea adquiere forma definida, se obligan a abandonarla. “No nos damos el lujo de caer en ese aburrimiento: el aburrimiento para nosotros es la muerte”, comentan. Y siguen preguntándose: ¿cómo encajar con obras “lentísimas” en un mundo fanatizado por la inmediatez?

La obra 'Baptisterio' de los colores es una instalación inmersiva con todo el espectro cromático: una paleta de 3.276 tonos de plastilina.

Con plastilina hicieron una relectura de Caperucita Roja, de Charles Perrault. También un cuadro (Manifestación), homenaje a Antonio Berni. Y el Baptisterio de los colores: una paleta compuesta por 3.276 bloques de diferentes tonos, inspirada en el círculo cromático de Johannes Itten.

El escritor y crítico de arte mexicano Héctor Olea, que también es un buen amigo suyo, definió su técnica con el verbo “esculpintar”: mezcla de pintura y escultura.

¿Cómo se deciden a hacer algo?

J.: Sentados en esta mesa.

M.: Así, como estamos ahora.

J.: Pensando y dibujando. Leyendo.

M.: Debemos tener un instante de deseo conjunto en el cual los dos decimos: vamos en esta dirección. Después la obra crece sola. A veces nos lleva meses encontrar ese deseo.

J.: Nos ha llevado más tiempo, incluso.

Desde hace 25 años, en el taller, trabajan igual. Dice Juliana, como “dos pintores desesperados”. Pintan y dibujan, bocetan, esculpintan sin parar. Escuchan música todo el tiempo.

M.: Salvo cuando hablamos y definimos cosas.

Imagino que tienen un nivel de concentración muy alto.

M.: Es como una meditación. Llegamos al taller a las siete de la mañana, pero recién después de tres o cuatro horas frente a la obra empezamos a sentirnos un poco como marionetas. Como que ya no somos nosotros: pura concentración. Nos lleva mucho tiempo alcanzar ese momento.

J.: Decimos poco.

M.: Escribimos deseos. Como una oración, un pedido.

J.: Pero entre nosotros, cuando pintamos, no hablamos.

M.: Nos encanta que sea un sótano.

Utensilios de trabajo en el taller de Manuel Mendanha y Juliana Laf itte.

Hay mucha gente que les dice: ¿No es raro un taller así? Nunca da el sol, no hay luz natural.

J.: Pero eso es positivo, porque clausura la temporalidad. Como en un casino.

M.: Cuando empezás a estar en ese estado, en un punto el cuerpo (las necesidades corporales) desaparece.

J.: No tenés hambre.

M.: En una época, cuando vivimos en Los Ángeles, trabajábamos al aire libre y con el sol nos costaba.

J.: Empezábamos a pintar a la mañana y a las tres o cuatro de la tarde sucedía algo con la luz. Había que parar, se te movía todo. De tres a cinco, no podíamos seguir pintando.

¿Se toman vacaciones?

J.: Bueno. Ahora hace tres años que no tenemos. No somos muy amigos de las vacaciones.

Supongo que tiene que ver con que disfrutan mucho de lo que hacen.

M.: Sí. A mí me gusta. No es que lo sufro. Es una pulsión interna que me parece bien aceptar.

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