En el clímax de la película Solo para sus ojos (1981), un James Bond interpretado por Roger Moore arriesga su vida escalando una pared de roca para alcanzar el ficticio monasterio de San Cirilo, que se encuentra en la cima y donde el villano de turno oculta un dispositivo que ha robado para controlar submarinos nucleares.
Como siempre, el agente secreto creado por el escritor británico Ian Fleming cumple la misión, pero además, sin pretenderlo, reveló a los espectadores de aquella película, dirigida por John Glen, la existencia de construcciones religiosas en el centro de Grecia que parecen levitar. Son los monasterios ortodoxos de Meteora, un topónimo que significa, precisamente, “suspendido en el aire” y que describe a la perfección la ubicación casi funambulista de estos cenobios, situados al borde del abismo sobre altos pináculos naturales de roca.
Por cierto, el monasterio que escala 007 se llama, en realidad, de la Santísima Trinidad y para acceder a él no es necesario ser alpinista. Basta con subir 150 empinados escalones excavados en la roca, parte de los 880 que hay que superar si se quiere visitar los seis monasterios más espectaculares del lugar, patrimonio mundial de la Unesco desde 1988.
El origen geológico del sorprendente paisaje de Meteora no está claro, aunque la teoría más aceptada habla de que hace miles de años hubo en lo que hoy es la región de Tesalia un mar interior que primero modeló la roca para después desaparecer y dejar a la vista un archipiélago de piedra que se elevan cientos de metros sobre el valle.

Más clara parece, sin embargo, su conversión en lugar sagrado. Hace siglos, ermitaños y ascetas encontraron en las numerosas cuevas naturales de este paraje el lugar ideal en el que meditar, lejos de las amenazas en aquellos tiempos convulsos. Tantos se asentaron que al final se agruparon para construir, primero, capillas donde rezar y, más tarde, monasterios en los que convivir.
El primero se levantó a finales del siglo XII. En el XV ya eran 24. En la actualidad, son seis los monasterios que se pueden visitar fácilmente, recorriendo menos de ocho kilómetros por una carretera que serpentea por un paraje que alterna rocas y vegetación. Perviven más cenobios, pero algunos son ya simples ruinas y otros, como el de Ypapanti, incrustado en una ladera, requieren de una caminata por una ruta no señalizada.

De los seis más accesibles, el mayor es el monasterio del Gran Meteoro, construido en el siglo XIV sobre una roca de 534 metros de altura, la más elevada, como si de una ofrenda a Dios se tratara. De su aspecto inicial queda poco por las sucesivas vicisitudes sufridas en sus 600 años de historia, incluidos los bombardeos a los que los nazis sometieron esta región en la II Guerra Mundial, convencidos de que en estos recintos se ocultaban miembros de la resistencia.
Tampoco se conserva —en este caso, afortunadamente— la forma de acceder a este y al resto de monasterios. Hasta el siglo XVII solo se podía mediante redes que lanzaban los monjes desde lo alto para luego, con la ayuda de cuerdas y poleas, izar alimentos, enseres y personas. Hoy, basta subir 300 peldaños para visitar el monasterio del Gran Meteoro. Eso sí, como en el resto de cenobios, las mujeres deben cubrir sus hombros y vestir falda larga para entrar.

Hasta comienzos del siglo XX, las mujeres tenían prohibido el acceso pequeño peaje, teniendo en cuenta que hasta comienzos del siglo XX tenían prohibido el acceso salvo a aquellos habitados por monjas. El principal atractivo del Gran Meteoro es el katholikón, la iglesia que sirve de epicentro de un recinto laberíntico con murallas, patio, refectorio, celdas, un pequeño museo, la sacristía donde se depositan en estanterías los cráneos de los monjes fallecidos y el semantrón, una pieza metálica que se golpea con un madero a modo de campana.
Dentro del templo, cuando el ojo se acomoda al contraste entre la luminosidad exterior y la oscuridad del interior, sorprenden los frescos que recubren techos y paredes. En la cúpula, el Pantocrátor rodeado de ángeles. Por debajo, evangelistas, apóstoles y profetas. Y en la parte inferior, los fieles. Sin embargo, es en el nártex que precede a la iglesia donde se encuentran las pinturas más sorprendentes: la minuciosa, colorista y tremendista representación de los suplicios sufridos por santos, desde decapitaciones hasta aplastamiento o la quema en vida.

Todo ello junto a reliquias e iconos a los que los fieles atribuyen milagros. A menos de 500 metros está el monasterio de Varlaam, llamado así por el anacoreta que habitó por primera vez, en el siglo XVI, la roca sobre la que dos siglos más tarde los monjes Theophanes y Nektarios levantaron este cenobio una vez que, según la tradición, expulsaron a un dragón. Acceder a él exige subir 120 peldaños, pero la recompensa es grande. Su balaustrada es un mirador privilegiado para admirar otros monasterios que coronan altos pináculos.
Si se sigue el camino descendente, se llega al de Roussanou, ocupado por monjas y que, tras ser reconstruido tras los graves daños que sufrió durante la II Guerra Mundial, muestra una mínima parte de su interior a los que suben sus 210 empinados escalones.
Más abajo, un kilómetro antes de llegar al pueblo de Kastraki, está el de San Nicolás de Anapafsas, el más pequeño, pero uno de los más interesantes.
Una pronunciada cuesta inicial y 100 escalones posteriores permiten entrar en un monasterio en el que destaca su pequeña iglesia precedida de un nártex, cuyos frescos son considerados de los más valiosos de la pintura posbizantina, obra del monje y artista Teófanes de Creta.

Entre ellos, una poco común representación de Adán dando nombre a los animales. Volviendo a ascender por la carretera, a la derecha surge un desvío que lleva hacia los dos últimos templos. Uno es el de San Esteban, también habitado por monjas y el único que no requiere subir escalones gracias a un puente que salva el precipicio que ponía a sus habitantes a resguardo de casi todas las amenazas…, pero que no impidió que fuera saqueado por los nazis. En él se conserva el supuestamente milagroso cráneo del santo y mártir Charalambos.
Además, desde su cuidado patio se obtiene una visión a vista de pájaro del valle que se extiende a sus pies y en el que se levanta la localidad de Kalambaka.
El segundo es el de la Santísima Trinidad, el que escaló el agente 007. Ahora en su cima no hay villanos, sino visitantes, entre ellos, un grupo de religiosos ortodoxos con largas barbas y sus tradicionales hábitos negros hasta los pies que van de un lado a otro fotografiando con sus móviles las espectaculares vistas.
Antes de irse, se reúnen junto a una cruz de cemento al borde del precipicio para hacerse juntos una foto y dejar constancia de que, como James Bond, también estuvieron en los monasterios flotantes de Meteora.

