Luciérnaga, la primera novela de Natalia Litvinova (Gómel, Bielorrusia, 1986), ganadora del Premio Lumen de Novela, es un artilugio delicadamente engranado, pero robusto al mismo tiempo. Tal y como ocurre la manera que tenemos de mirar a las infancias, a las historias femeninas incluso, Luciérnaga se nutre de las historias que se quedaron en el margen, en el vacío, que no entraron en el discurso oficial de la Historia que se escribe con mayúsculas, pero que estuvieron ahí para sostenerla. Luciérnaga es el apelativo metafórico reservado a los niños que crecieron en Bielorrusia tras la explosión de Chernóbil, que hacía referencia a su condición radioactiva. Luciérnaga es una luz en la oscuridad que aparece en forma de escritura. Son los niños con preguntas que no hallaban respuesta en los adultos, también los adultos que no se atrevían a formular las suyas, las mujeres que en tiempos de guerra recogían turba para alimentar de electricidad la maquinaria de la antigua Unión Soviética.
Pero Luciérnaga emerge en las manos de la editora y poeta Natalia Litvinova, autora de los poemarios Cesto de trenzas, Grieta o Esteparia en forma de fragmentos, flashes o recuerdos, algunos atesorados en la memoria, otros alterados por la imaginación. Todo se amalgama mediante lo que la escritora reconoce como la aguja de coser que ofrece la escritura, en un manto de retales de patchwork de desigual tacto y textura. Tal y como ocurría con la libreta de recetas en la cocina de su madre, donde Litvinova ensayó sus primeros versos; todo cabe en ella. Es una historia llena de realidades pero también de posibilidad. Porque hay veces que la realidad solo puede conocerse a través de la imaginación.
Es así como autora y narradora reconstruyen su historia. Lo que sucedió antes de migrar a Buenos Aires. Una tarea para la que pendulan sobre la geografía de su historia familiar, introduce los pies en el fango del pantano de la memoria y habla con sus muertos. En esta entrevista, Natalia Litvinova nos acerca generosamente al universo titilante de Luciérnaga, esa luz que recuerda por qué resistimos en la oscuridad.
Cortesía de Lumen
¿Piensas que la poesía te preparó para escribir esta novela?
Natalia Litvinova (NL): Todo me preparó. El entorno, las charlas con los poetas, los talleres, trabajar con editoras que son un faro como Elena (Medel)… De hecho, esta novela iba a ser un poemario, ya que todo lo quería llevar al campo de la poesía. Pero me di cuenta de que mi historia desbordaba y necesitaba más, y cada vez más hojas que se iban acumulando. Pero sí, todo me preparó. No solo los poemarios, también toda la gente que conocí; mis compañeros y compañeras que están en el mismo camino, tan generosos, mis alumnos…
Un ingrediente clave del libro es el de la mirada infantil. ¿Qué aporta esta mirada a la hora de abrir un nuevo relato?
NL: Para mí, el de la infancia es un tema inagotable. Hablar de la infancia es hablar de la nostalgia. Me gustan mucho los comienzos porque están perdidos, ¿no? Esta fórmula del había una vez. Hay algo universal en ello y es pura posibilidad, pura fantasía. Creo que los escritores, los adultos, tenemos la imaginación de los niños. No creo que la perdamos al crecer puesto que leemos libros que desbordan creatividad. Este libro está construido sobre varias tensiones. Entre el pasado y el presente, entre mundo adulto y el de la infancia, entre Gómel y Buenos Aires, entre el mundo natural y la máquina, la destrucción y la creación… Para mí era muy importante rescatar los silencios de la infancia. Mientras los padres no saben cómo reaccionar ante hechos tan graves como Chernóbil o la mudanza a otro continente, la niña está observando y absorbiendo todo. Quiere conocerlo todo, pero ve el mundo adulto a través de un pequeño agujero en la pared. No saberlo todo le permite rellenar los huecos con sus reflexiones. Es una infancia rica, nostálgica, inteligente, abrumadora… Quise devolverle el protagonismo a los niños, que han visto tantas cosas y no se les ha dado la palabra. Devolverle la palabra a la niña, romper las restricciones y permitirle descubrir la realidad a su alrededor.
¿Tiene esta mirada infantil la cualidad de bordear o desafiar las historias oficiales, en el caso de la de Bielorrusia?
NL: No sé cómo se vive esto en Bielorrusia. Mis primeros años en Buenos Aires, fueron muy sórdidos en materia de adecuación, porque nos tuvimos que apartar del origen. Primero, porque dolía la pérdida. Quería mostrar en la escritura el desarraigo y sus efectos sobre los cuerpos. Quería mostrar cómo la niña se da cuenta de que el desarraigo le impide hablar. No puede salir de su historia, de su hotel, de la tristeza de sus padres. Muchísimos años más tarde, al separarse, la conexión con Bielorrusia vuelve. Ella vuelve a casa de su madre y allí se da cuenta de que no puede saber quién es si no conoce toda la historia de su familia. Se obsesiona, y ahí se produce el retorno, pero junto a su madre. Ella quiere saber, su madre no quiere recordar. Hay como un espacio vacío en cuanto a Bielorrusia, que se cuentan momentos, sobre todo en recuerdos de la infancia. Se producen destiempos, una tensión de tiempos que tienen ese extraño tacto, poco a poco, pieza a pieza, de manera escurridiza, sinuosa…Los capítulos son cortos porque duelen, son retazos de memoria a unir juntas, aunque tengan que afrontar ese dolor solas.
¿Y qué efecto tiene la escritura sobre la memoria?
NL: Para mí, tiene el efecto de unir retazos. Creo que la memoria es un pantano, como el de la novela. Es difícil salir de la memoria que construimos entre todos. Como la idea de unir retazos, en la que la escritura es una aguja que cose, acerca. No lo arregla todo, no es utilitaria y no puede cambiar el pasado, pero puede acercar y cobijar.
En el caso de Luciérnaga, ilumina también la posibilidad de diálogo con personas con quien ya no es posible tenerlos.
NL: Sí, es el campo perfecto para la evocación, para trascender los tiempos, romper con lo recto. Si nosotros vivimos hacia delante, muchas veces escribimos hacia atrás. Romper ese trazo tan unilateral nos da la posibilidad de hablar con nuestros muertos, inventar otras perspectivas y analizar lo que nos ocurrió con diferentes tiempos.
La presencia de las mujeres en la novela tiene un peso mayor que los hombres que aparecen en ella. ¿Es fruto de una decisión deliberada?
NL: La decisión fue deliberada y arrancó en Cesto de trenzas, un poemario publicado por La Bella Varsovia donde doy cuenta de que las mujeres tienen que hacerse cargo de la vida cotidiana, del trabajo, el alimento… Porque los hombres no están y, si están, están traumados porque al volver de la guerra no recibieron ningún tipo de ayuda psicológica. Recuerdo el campo de mi abuela, donde trabajó para salvar algo después de la guerra. Las mujeres se hicieron cargo de los campos, de los niños propios y ajenos, incluso durante la invasión de los nazis se hicieron cargo de los partisanos. Yo necesitaba mostrar la gran resistencia de las mujeres, porque no son relatos que hayan sido contados, y si lo han sido, han sido acallados. Como por ejemplo el relato de las mujeres que recogían la turba. Esas mujeres después fueron tratadas de mujeres sucias, incluso se creó una palabra, torfusca, que viene a designar a las mujeres que no visten bien, que van sucias y que nadie iba a querer casarse con ellas. Ellas son las que salvaron a la nación, porque la turba era el único combustible. A las mujeres se les daba un pago prácticamente simbólico, pero trabajaban 12 o 14 horas diarias, no sólo recogiendo turba, sino reparando herramientas, transportándola y almacenándola. Tenían problemas en la piel, en los huesos, a veces las atacaban víboras. Mi abuela no quiso contarme prácticamente nada sobre ese trabajo, así que decidí buscar yo y, para mi sorpresa, no había prácticamente nada. Apenas unos legajos con fotos y un relato de un hombre que trabajó en la fábrica de combustible con esas mujeres. Decía que tuvieron que tuvieron que armarse como una manada porque eran despreciadas, se les insultaba y podían incluso recibir golpizas.
Pese a todo esto que estamos hablando y que aparece en el libro, la novela se percibe como un relato bastante luminoso y lleno de ternura.
NL: Si no hay humor, no nos queda nada. El humor nos da la libertad de reaccionar si ya no tenemos libertad de acción con respecto a lo que nos dicen esas autoridades. El humor siempre fue parte de mi familia, de una manera natural y orgánica. De hecho, nos ayuda a conectar puntos. A través de la escritura, podemos unir retazos de realidad. Por eso las telas son tan importantes en la novela. El resultado es un híbrido, capítulos cortos, como si fueran pequeños retazos de tela, una hoja que se soltó de esa libreta de la cocina. También trata, como dices, de la ternura. Por eso el título de Luciernaga, no solo porque a los chicos radioactivos se les llamase así, sino porque el título anuncia que va a venir la noche, va a haber oscuridad en la novela, pero también luz. Porque el mundo es terrible, las guerras continúan, la desinformación existe, seguimos sin saber qué hacer con esa radiación. con la desesperación de saber que algo podría estallar en cualquier momento, escribí el libro, pensando mucho en la idea de la luciérnaga. Se viene la noche, pero habrá luz, habrá humor. Podemos llorar, pero tenemos que seguir cocinando, atender a nuestros hijos… La idea de normalizar lo terrible, la protagonista no juzga, porque para sus padres, normalizar es una forma de sobrevivir también, ya que no hay mucho más que hacer. “Luciérnaga” es la metáfora de la radiación, pero también la metáfora de que la vida sin luz, la oscuridad sin luz, no tiene sentido. Pongámosle un poco de humor, de amor, que es lo que nos salva al final.
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