Soy poco dado a engancharme a series más allá de las que tengo que ver por mi trabajo en esta revista, pero si hablamos de realities la cosa cambia. Negocio familiar es, probablemente, mi favorito –que me perdonen las Mujeres ricas de Beverly Hills– y lo es por diferentes motivos: un uso excesivo de drones, un París en el que siempre es verano, una música bien pegadiza, protagonistas a los que a veces creo que detesto y unos pisos de ensueño que ni en mis mejores sueños podría llegar a habitar. Una producción de telerrealidad sobre un lujo inalcanzable en el que una familia en la que todos sus miembros visten camisas de lino, los Kretz, se dedica a encontrar vivienda a otras profundamente ricas.
Quizá sea algo obsceno mostrar al mundo los tejemanejes de una empresa que se dedica al negocio inmobiliario de ultralujo tal y como están las cosas, de ahí que considere Negocio familiar mi último placer culpable. Valentin, Martin, Louis y Raphael son los cuatro hermanos que trabajan en los mejores barrios de París y que en la última temporada del formato, recientemente estrenada en Netflix, también se han asentado en Barcelona o Nueva York. Los cuatro son ejemplo de perfección, son guapos, tienen familias canónicas y son exitosos en su empleo. Un modelo aspiracional en el que siempre están a la búsqueda de la siguiente casa más cara. Y aunque a veces las escogidas son terriblemente feas, la mayoría conforman ese porno inmobiliario que ya se ha convertido en un género en sí mismo en la plataforma.
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