Se dice (o se decía) que «toda niña sueña con el día de su boda».
Yo no. Nunca soñé con el día de mi boda. La idea siempre se me hizo un poco rara. ¿Por qué iba a querer caminar lentamente por el centro de una sala gigante, con todas las personas que conozco observándome? ¿Y por qué querría llevar un vestido largo hasta el suelo –ni siquiera me gustan los vestidos, y mucho menos largos– con un velo tapándome la visión? ¿Y por qué querría besuquear a la persona que amo delante de todo quisqui? Además, son caras. Preferiría viajar o dar la entrada para una casa. Cuando alguien me contaba que se iba a casar, pensaba: ‘Me alegro por ella, pero a mí no me verás en esas’.
O, al menos, eso pensaba hasta que la conocí. A ella tampoco le hacía mucho gracia el matrimonio y, por extensión, las bodas. No estaba en los planes de ninguna. Hasta que en una playa ibicenca, entre cielos color pastel y unos zumos de naranja, me soltó un “¿Y si…?”. Fue el sí más fácil de mi vida. No necesitamos el matrimonio para reafirmar nuestro compromiso, pero eso casi lo hizo más romántico, como una especie de rebelión contra nosotras mismas. Fue como decirnos: no pasa nada por saltarse tus propias normas si la persona lo merece; no pasa nada por sorprenderte a ti misma.
Pero entonces empezó a acercarse el día de la boda: «¿Me pongo la pamela?», me hacían la bromita, y yo sentía que el pecho se me encogía como si faltase oxígeno en la habitación. «¿Qué canción vas a elegir para el baile nupcial?», me preguntaban (razón nº 10.792 por la que nunca he querido bodorrios: todo el mundo viéndote ejecutar un baile incómodo y agarrado que jamás harías en ningún otro escenario). Ni siquiera me ha gustado nunca celebrar mi cumpleaños (durante casi toda la veintena, mi fiesta era irme sola a Nueva York), así que el mero hecho de aceptar casarme empezó a parecerme cada vez más ridículo. Cada vez que intentaba imaginarme el gran día –yo lanzando el ramo de flores, un tío mío emborrachándose con alguien de mi instituto, la tarta de tres pisos–, me parecía la vida de otra persona. Bonito en teoría, pero nada que ver conmigo.
Al final, algo tenía que hacer. No podía tragar sin más solo por cumplir con expectativas ajenas. Por suerte, mi prometida pensaba lo mismo. Y así lo acordamos: nada de invitados. Nada de vestidos de novia. Ni camino al altar ni padrinos «entregando» a la novia (no estoy segura de cómo funciona eso en una boda lésbica, ¿nos empujan hacia delante al mismo tiempo?). En su lugar, decidimos fugarnos. A una playa de Formentera. Las dos con bikinis blancos y sombreros de cowboy. Quizá, después, bañarnos juntas en el mar. Lo que apeteciera en el momento. Pero lo más importante: ¡sin invitados! Nadie sería testigo de esa ceremonia que es, al mismo tiempo, lo más tradicional y lo más pirado del mundo.