Nombres borrados | Opinión | EL PAÍS

Me acuerdo como si fuera ayer de la tarde tórrida de julio en la que oímos en la radio que Miguel Ángel Blanco había sido asesinado. Me acuerdo de salir del Museo Thyssen y encontrarme en la acera con mi amigo Iñaki Esteban, que tenía la cara pálida y desencajada y me dijo que acababan de matar en Vitoria a Fernando Buesa y a su escolta. Y me acuerdo exactamente de la calle de Madrid por la que íbamos mi mujer y yo y oímos en la radio del taxi que unos etarras acababan de asesinar a Ernest Lluch. Nos quedamos en silencio y mi mujer rompió a llorar en la oscuridad del taxi, alumbrado apenas por las luces frías de la noche de Madrid. Las noticias de asesinatos eran tan frecuentes que se había instalado como una sorda rutina para acompañarlas: la rueda de “enérgicas condenas” de unos dirigentes políticos, el silencio o la ambigüedad oportunista y cínica de otros, los juegos malabares con las palabras, que en esa época habían alcanzado un nivel insuperable de vileza: la “lucha armada”, “el conflicto”, la siniestra “socialización del sufrimiento”.

Estábamos tristemente acostumbrados, casi resignados, porque a veces nos ganaba un fatalismo derivado del agotamiento, una amargura de impotencia. Me acuerdo del silencio del anochecer en la plaza amplia y civilizada de la Villa de París, el rumor luctuoso de las personas que nos congregábamos después del asesinato de Francisco Tomás y Valiente, en los alrededores del Tribunal Supremo. Me había cruzado alguna carta con él, y planeábamos comer juntos algún día. La comida quedó secamente cancelada por el disparo de un pistolero.

Amigos muy queridos vivían confinados en casa y solo salían de ella seguidos por la sombra de dos guardaespaldas. España, en los años noventa, en los primeros de este siglo, era un país en el que se podía morir tomando un café, paseando por la calle, poniendo en marcha el coche, comprando el periódico. Los familiares de las víctimas solicitaban audiencia y aliento a monseñor Setién, obispo de San Sebastián, y él los trataba con frialdad despectiva y les decía pastoralmente que en ninguna parte del Evangelio estaba escrito que el pastor debiera amar por igual a todas sus ovejas. Aquel pastor, y a bastantes de sus subordinados, amaban más a unas ovejas que a otras, pero sobre todo amaban y bendecían a los lobos.

Pero vuelvo a acordarme de esa noche en Madrid, el taxi a oscuras, el estallido del llanto, las aceras nocturnas y los escaparates y los bares de la calle San Bernardo, con sus luces tan crudas, llegando a la glorieta de Ruiz Jiménez, la voz del locutor en la radio, repitiendo el nombre de Ernest Lluch. Era la gota que colmaba el vaso, el vaso volcado de la sangre, de la sinrazón, del fanatismo frío, de la pura maldad, la maldad imbécil que se recrea en sí misma y enfervoriza a su babosa clientela, la maldad cebada en el hombre más pacífico del mundo, el mejor intencionado, el político íntegro que se había afanado con los cinco sentidos para mejorar la sanidad pública, el ciudadano aficionado a la música y a la literatura, tan optimista o tan inocente y tan valeroso que había creído en la posibilidad de propiciar un mínimo de buena voluntad o de sentido común en la conciencia no ya de los verdugos, pero sí al menos de sus valedores y beneficiarios políticos, los que sacudían el árbol y los que recogían las nueces, según la metáfora macabra de otro personaje de entonces cuyo nombre, por fortuna, ya no se escucha nunca.

Yo había hablado con Lluch una sola vez, en un trayecto prolongado en autobús, camino de un acto oficial. Con sus gafas grandes, su flequillo, su acento catalán, era de esas personas que vistas de cerca parecen algo ensimismadas y atrabiliarias, pero que combinan la visible distracción con una infalible agudeza. Cuanto más parecen no enterarse de nada, más atentas y observadoras permanecen. Descubrimos que teníamos en común, aparte del amor por la literatura, la amistad con Pere Gimferrer, y eso tan solo podía habernos dado para varias horas de conversación. Una singularidad de Lluch era que quien no lo conociese no podía saber que se dedicaba a la política.

Ya no lo vi nunca más. Los años del terrorismo fueron también los de la esperanza de una fraternidad que pusiera por encima de las divergencias partidistas la vindicación de los valores democráticos más elementales, el derecho a la vida y a la libertad por encima de todo, el imperio estricto y sereno de la ley. Fue esa fraternidad la que estalló como un bello espejismo en las mayores manifestaciones unitarias que se han visto en España, las que desbordaron las plazas de todo el país en los días siguientes al asesinato de Miguel Ángel Blanco. Parecía una de esas insurrecciones populares que fundan un tiempo nuevo en un país, un vigoroso borrón y cuenta nueva, la de Portugal en 1974, la de Italia en 1946, en los días del referéndum sobre la República. Yo veía a la gente inundando las calles y gritando contra el terrorismo y pensaba que esa era la efervescencia racional y emocional que no habíamos conocido en los días confusos de la Transición: el ensueño de una patria común que no era otra que el sistema democrático, y de una fecha indudable para la fiesta nacional.

El sectarismo político y las deslealtades de unos y de otros desbarataron muy pronto aquella esperanza. La participación de España en la guerra de Irak, a la vez vergonzosa y ridícula, creó una fractura que se volvió irreparable un año más tarde, con las mentiras escandalosas del Gobierno sobre la autoría de los atentados islamistas del 11 de marzo. Ni siquiera la derrota policial y jurídica de los terroristas ni su expresa rendición sirvieron para apaciguar el encono político, para alimentar el orgullo compartido de una victoria de nuestra muy imperfecta pero resistente democracia. Cuanto más se aleja el fantasma de ETA, más se empeñan en agitarlo la derecha y la extrema derecha españolas. Hay demagogos y demagogas que aseguran que los terroristas salieron victoriosos. Hay colegios en la Comunidad de Madrid donde se enseña ahora que la banda terrorista sigue existiendo, porque sus herederos políticos “han cambiado las bombas por los trajes”.

Hay que enseñar la historia en las escuelas, y hay que honrar la memoria de las víctimas, igual que el trabajo de quienes se jugaron la vida para combatir el terrorismo con las armas de la ley. Pero una antigua vergüenza española es que siempre hay unas víctimas más respetables y más dignas de recuerdo que otras, unas visibles y otras invisibles, conmemoradas o borradas, según una tendencia al mangoneo político que tiene mucho de profanación de los muertos y de ofensa añadida a los vivos que sufrieron su pérdida. En Valencia un nuevo gran hospital iba a llevar el nombre de Ernest Lluch, lo que habría sido un gesto doble de justicia, por la tragedia de su muerte y por los esfuerzos que dedicó en su vida a la causa de la sanidad pública. Pero, cicateramente, la Generalitat valenciana retiró el nombre de Lluch al complejo y lo relegó a uno de los edificios. Mientras, la alcaldesa, del mismo partido, alegó que al fin y al cabo un nombre no tiene ninguna importancia. Hace unos meses, el Ayuntamiento de Madrid le quitó a una calle el nombre de una maestra republicana represaliada para devolvérselo a su titular originario, el general Millán Astray. Quizás el Ayuntamiento de Valencia debiera ponerle al nuevo hospital el nombre del general Planas de Tovar, que entró en la ciudad al mando de las tropas victoriosas de Franco.

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