En manos de otra actriz, Ellen podría haber quedado en mero símbolo trágico de belleza y pureza, pero Depp le aporta el mordiente suficiente –una frialdad extraña, sobrenatural, una imprevisibilidad inquietante, una generosa dosis de apetito sexual– para que cobre vida en todos sus matices. Termina la película no como una santa abstraída, sino más bien como una heroína conquistadora. La temes tanto como la quieres.
También ayuda su magnífica caracterización. Su vestuario, pesado, encorsetado y larguísimo, con mangas abullonadas y volantes, confeccionado en sedas heladas y satenes brillantes –cortesía de Linda Muir, colaboradora habitual de Eggers–, se mueve en la fina línea que separa una belleza deslumbrante de una perturbadora, estricta y polvorienta austeridad victoriana, que por momentos la asemeja a una delicada figurita de porcelana, diseñada para ser encerrada y admirada tras un cristal. Ella rechaza a gritos ese hábito cuando, en una secuencia, se arranca literalmente la ropa del cuerpo.
Eggers tiene un don para construir planos desconcertantes que se te quedan grabados a fuego: en una escena, de manera bastante extraña, la cámara permanece en la nuca de Thomas mientras besa a Ellen, en lugar de mostrarnos sus rostros; en otra, Orlok es captado desde una distancia peculiar, mientras chupa la sangre de una víctima, como si nosotros mismos estuviéramos en la habitación, observándole con horror y en silencio. El irónico guion del director también es una delicia, ya que rara vez se corta de caer en lo absurdo y lo escabroso (hay un momento repugnante que involucra a Herr Knock y a una paloma que jamás se me irá de la cabeza).