
A principios del siglo pasado, en el mundo del periodismo, junto a grandes nombres que han perdurado en la memoria, Azorín, Julio Camba, Josep Pla, Chaves Nogales, se movían unos seres famélicos, bohemios, confidentes de la policía, alimentados por el fondo de reptiles, que también decían llamarse periodistas. Hubo uno, el famoso Gálvez, quien para despertar compasión se paseaba por las tertulias con un recién nacido muerto metido en una caja de zapatos. Eran unos seres tronados que no pretendían otra cosa, salvo la de seguir vivos. Sus querellas las resolvían personalmente a bastonazos en los cafés. Valle-Inclán reflejó aquel mundo sórdido en la obra Luces de bohemia. No obstante, la dignidad de este oficio siempre estuvo a salvo debido a que el talento y el estilo literario de algunos periodistas de entonces desafiaban al de los mejores escritores del momento, y durante la dictadura, aunque fueran amordazados, hubo muchos que lucharon por abrir alguna grieta de libertad en el muro jugándose el pellejo y hoy es obligado citar sus nombres, sin los cuales no podría entenderse el espíritu de la Transición. El periodismo que durante los primeros años de la democracia fue una fiesta de la inteligencia ha ido derivando hasta caer en un albañal que permite que tenga el mismo valor una opinión inteligente, una noticia contrastada y un análisis certero que el insulto, la calumnia, la provocación y el rebuzno. La verdad y la basura se expanden juntas. La noticia es hoy una mercancía que se vende, se compra, se adultera, se pudre y desaparece tirando de la cadena. Están aquí otra vez aquellos periodistas patibularios de antaño que han hecho de la comunicación un negocio sucio y de la lucha política un espectáculo intestinal. Pese a todo, quedan algunos héroes que luchan todavía por su dignidad. Pero de creer que este, el de periodista, era el mejor oficio del mundo, uno empieza a sentirse humillado de pertenecer a una profesión que está totalmente degradada.
