Recuerdo uno de los primeros conciertos al que fui sin mis padres; hasta aquel momento era algo que hacíamos siempre juntos. Yo estaba con mi novio de entonces y, a pesar de la euforia, aquella actuación de casi tres horas se me hizo larga. Tener a pocos metros de mí a los integrantes de The Cure, con Robert Smith a la cabeza, me resultaba sugerente, pero me apetecía aún más hablar y reírme con mis amigas.
Esta anécdota resulta reveladora —más allá de su importancia en mi educación sentimental— porque avisa de un pasado cercano en donde el ocio no estaba tan acotado. Si ibas al cine, sabías que verías una película de 90 minutos de metraje y en el teatro ocurría algo similar. Pero cuando el disfrute implicaba ver a alguien tocar, cantar e incluso bailar, entonces nada estaba asegurado.
Si el músico al que estabas viendo tenía un mal día o estaba cansado, podía prescindir del bis o tocar menos de lo esperado. Pero nuestra entrega, la de aquellas que participábamos ilusionadas y sin ninguna certeza de lo que ocurriría en el concierto, resultaba imperturbable. Esa despreocupación; ese dejarse afectar por lo que vendría resulta cada vez más extraordinario. La logística que supone asistir a un concierto de Taylor Swift es una prueba irrefutable de este cambio de rumbo, alejado del viejo romanticismo que implicaba asistir a espectáculos de música pop.
En cuestión de horas, Swift ofrecerá un recital que tendrá el mismo setlist que en todos sus anteriores conciertos desde que empezó con su gira The Eras Tour. Sus más de 100.000 fans saben perfectamente con qué se encontrarán hoy y mañana: Swift interpretará 45 canciones en el mismo orden, algunas con la guitarra a cuestas y otras junto a su cuerpo de baile; composiciones destinadas a rescatar los momentos álgidos de sus distintos álbumes y que interpretará ataviada con once looks diferentes, pero que son siempre los mismos.
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