En más de un sentido, más allá de la similitud del título, las cavilaciones que en Pasaje al norte atraviesan la mente del huérfano de guerra Krishan bajo el clima de tensión racial y política originado por la reciente guerra civil en la isla de Sri Lanka traen a la memoria algunos de los personajes de Pasaje a la India, la novela que E. M. Forster publicó en 1924 con el inequívoco objetivo de retratar una sociedad híbrida, la del Raj británico en India, a la que no le fue posible ocultar el natural enfrentamiento entre invasores y sometidos. Poniendo en evidencia los estragos causados por el imperialismo británico en el subcontinente indio, Forster escribió la gran novela británica del colonialismo. Denunciando la desolación impuesta por cingaleses y tamiles en su perseverante hostilidad, Anuk Arudpragasam ha escrito una gran novela poscolonial.
A Forster le interesaba el argumento, residuo inevitable de la narrativa del realismo victoriano; al autor de Pasaje al norte, en cambio, le cautiva la idea de escribir novela disfrazándola de diario personal en el que consignar los pensamientos y emociones de Krishan —la “ensoñación circular de la vida cotidiana”— referidos por un narrador en tercera persona que prefiere la discreción de conducir el relato desde un prudente segundo plano. Vertebra el relato el viaje en tren que el protagonista lleva a cabo desde Colombo al norte para asistir al funeral de la cuidadora de su abuela, y el ferrocarril, desde el que contempla noche y día su tierra natal, “vastas extensiones de terreno sin alumbrar”, y se regodea en el recuerdo de su relación con la activista Anjum, de sus averiguaciones acerca del héroe independentista Kuttimani —que dan pie a un excurso sobre la fundación de la organización separatista TELO— y de sus viajes de estudiante desde Delhi por toda la India infinita, adquiere un protagonismo simbólico que enlaza el espacio vinculado a la identidad y el tiempo que regula la vida, al que Krishan alude de una forma obsesiva, y que favorece una prosa reflexiva que parece querer equilibrar con la templanza del ánimo de quien la concibe y la serenidad que suscita el continuado horror fratricida sobre el que se levanta la novela.
Todo aquí parece moverse a bordo del tren estrepitoso y colorista que tantos años dejó de estar operativo por los bombardeos de la guerra civil y que por fin ahora puede verse convertido en una metáfora de la vida y a la vez en un monótono acicate para la introspección: “no pudo evitar pensar, mientras el tren se precipitaba a toda velocidad, que no había recorrido solo una distancia física, sino una vasta distancia interior”.
Intimista, alejada de cualquier tentación de ser una novela ideológica, y menos aún un relato historicista, Pasaje al norte consigue con mérito sobrado persuadir al lector de que siempre acaba siendo inicua la consecuencia en la privacidad del individuo de una revolución social. Como señaló el Nobel V. S. Naipaul en Leer y escribir, “cuando, como ocurre en la India, el pasado ha sido arrancado, y la historia se desconoce o se reniega de ella, no sé si un género prestado, como lo es la novela, puede transmitir sino una verdad a medias, como una ventana iluminada en medio de la oscuridad”.
De ahí que el joven tamil Anuk Arudpragasam, que ya triunfó con The Story of a Brief Marriage y brillante finalista del Booker con la novela que nos ocupa, y ensalzado por The Times, traducido a varios idiomas y ciertamente cercano al Naipaul de Un recodo en el río a la hora de dibujar vidas humanas en tiempos convulsos, decida que su novela, si pretende transmitir veracidad para producir emoción en la empresa de reflexionar en torno al sufrimiento y al trauma colectivo de un pueblo dividido cerca de treinta años por la guerra cruenta surgida de la insurgencia tamil, se acerque más a la confesión o el dietarismo por persona interpuesta que a la novela misma. Flemática y proustiana meditación sobre los desastres de la guerra que ejerce de aviso para navegantes en estos tiempos nuestros en que la violencia parece no ser sino un espectáculo.