“Alrededor de toda esa información, se van entretejiendo episodios de carácter más autobiográfico”, explica Pepita Sandwich, cuyos trabajos han aparecido en publicaciones como The Washington Post, The New York Times, Vogue o The New Yorker. “Al haberme mudado a la Gran Manzana, me permití llorar más abiertamente. En esta ciudad se da esa dualidad de poder encontrar fácilmente tu propia comunidad y, a la vez, a pesar de estar rodeado de tanta gente y una población tan diversa, es habitual sentirse solo. Además, se ven cosas de todo tipo en el espacio público. Hay alguien bailando, alguien cantando y, por supuesto, alguien llorando. De hecho, a raíz de la publicación del libro en EE.UU., entrevistaba a gente en la calle y les preguntaba sobre la última vez que habían llorado. Una chica me dijo que Nueva York era un perfecto cryground [en vez de patio de juegos, playground, un patio de lágrimas]”.
¿Crees que a veces hay cierta carencia de entrenamiento social a la hora de lidiar con las lágrimas ajenas? “Estamos dotados de un grupo de células nerviosas llamadas ‘neuronas espejo’ que nos ayudan a identificarnos con la actividad que realizan los otros. Por ello, creo que la principal razón por la cual mucha gente está incómoda cuando alguien llora es porque no nos queremos sentir vulnerables. Nos han enseñado durante años y años a cohibirnos, a reprimirnos en ese sentido. Y, en realidad, las lágrimas no solo cumplen una función biológica, sino también una función social. Si a uno le enseñan a sentirse violento con sus propias lágrimas, va a estar también violento con las lágrimas de los demás. Por eso, para mí, uno de los objetivos del libro, lejos de decir: ‘No llores’, es acompañar, estar ahí y tratar de sentirlo todo. La incomodidad, la tristeza, el dolor. Pero no reprimir esos sentimientos. Aceptarlos. Hay mucha gente que prefiere llorar sola precisamente por eso, porque no es una práctica aceptada en casi ningún contexto. Ni en el trabajo, ni en la escuela. Creo que necesitamos un cambio. Si todos lloráramos más de empatía, de conexión, el mundo sería un lugar mejor”, argumenta.
Por último, algunas concesiones sobre sus lugares predilectos para dar rienda suelta a la descarga emocional. “Me gusta llorar en los parques porque siento una conexión con la naturaleza, siento que hay aire fresco. Siento calma. Y otro lugar en el que también me gusta mucho llorar es el MET, el Museo Metropolitano de Arte. Por un lado, es un espacio gigante, así que uno se puede ir escondiendo en las distintas salas. Por otro, me interesan mucho las lágrimas que tienen que ver con el arte porque son las que hacen que desarrollemos la capacidad de que la belleza nos conmueva. Siento que son lágrimas muy esperanzadoras”, concluye.