Philippe Parreno, creador de presencias | Cultura

'Saturno devorando a su hijo', de Francisco de Goya, en el Museo Del Prado.

Tengo para mí que aquel día de 2007 en la casa de verano de los Lorca, en la Huerta de San Vicente, podría haber tardado siglos en descubrir el detalle. ¿Cuál? El de aquel vaho impreso en el cristal de la escalera, aquel ínfimo rastro humano que alguien, que debía llevarme cierta ventaja en la ascensión de la escalera, acababa de dejar impreso en el gran ventanal.

¿Podía pertenecer aquel vaho al mismísimo Federico García Lorca que habría acabado de pasar por allí? La verdad es que sentí su presencia. Pero bueno, en la tarde de aquel noviembre de 2007, cuando se inauguró la “intervención colectiva” de grandes artistas contemporáneos en la casa museo de los Lorca y por pura casualidad vi aquel vaho, o detalle tan difícil de ver, Federico llevaba años ausente de la escalera familiar, muerto.

Y aun así, el efecto provocado por aquel vaho humilde y a la vez obra de arte de vocación discreta —pronto supe que Philippe Parreno era su autor— fue aumentando en mí la creciente sensación de que Lorca acababa de pasar por allí y, en mi caso particular, su presencia iba haciéndose cada vez más intensa.

Seis años después, en 2013, supe que aquel Parreno del vaho había sido invitado a remodelar el templo del arte contemporáneo de París, el Palais de Tokio. Aceptar la invitación le llevó a realizar una sorprendente transformación del museo, una exposición en la que su fascinante diálogo con la arquitectura cobró gran protagonismo. Es más, se vio enseguida que aquella revolución sin precedentes revelaba a un artista cuyas obras, ideas y enfoque (incluidos los vahos que nadie advertía) podían acabar transformando nuestra concepción del arte.

Doce años después, procedente de Madrid y como cerrando un triángulo inscrito en mi vida personal, otra obra de Philippe Parreno se cruzaba en mi camino y llegaba el año pasado a Barcelona, a la CaixaFórum, al pie de Montjuic. Llegó en esta ocasión con su técnicamente extraordinario documental sobre las pinturas negras de Goya y, al verlo, viví momentos en que no pude ver más claro que Goya era toda una presencia en la oscuridad de aquella sala. Y también que nada estaba más claro que el reto general de la obra de Parreno: recrear, con técnicas avanzadas, ciertas presencias del pasado. Las Pinturas negras de Goya, por ejemplo, y explicar cómo estuvieron dispuestas en su lugar original, en la Quinta del Sordo, mansión ya desaparecida.

Entrar en la oscurísima sala de cine al pie de Montjuic fue cómo zambullirse de golpe en la radical oscuridad en la que había vivido Goya en compañía de la locura de sus pinturas últimas. Una experiencia parecida a revivir la que reviviera el propio pintor al acceder un día, a cuatro velas, a las pinturas negras de las que había buscado estar rodeado. Un desesperante mundo pictórico e infernal creado para su propia contemplación, que nunca Goya tuvo intención de que fuera visto por el público, pero que, ya ven, el asombroso creador de presencias Parreno ha conseguido que acabáramos viendo. Aterrados, todo sea dicho, a la altura de nuestro tiempo.

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