Pudor y vergüenza | Opinión

La tradicional educación represora señala el cuerpo como algo sucio y abyecto que hay que ocultar a la mirada de los demás. Las religiones monoteístas abrahámicas han sido especialmente eficaces en su empeño en disociar al ser humano. El alma es pureza, la materialidad en la que se encarna un recipiente que hay que tapar, someter, dominar y amordazar. La desnudez se convierte así en pecado y prohibición y por eso se transmite la vergüenza hacia la propia carne y sus pulsiones.

Muchos padres abiertos y progresistas impugnamos y decidimos combatir con todas nuestras fuerzas esa mala, malísima educación para ahorrarles a nuestros hijos el destierro de sí mismos y por eso tratamos con naturalidad la desnudez. Lo sorprendente en este contexto fue descubrir que hay una edad en la que, sin que nadie les induzca a ello, los niños empiezan a desarrollar actitudes de ocultación de su propia anatomía y de rechazo a los adultos sin siquiera una triste hoja de parra. Incluso los que estaban acostumbrados a las playas nudistas, empezaron a mostrarse incómodos a partir de un determinado momento. No era por una represión moralista externa, era que les resultaba violento estar expuestos a los genitales de personas adultas y más cuando eran desconocidos. Y hay una edad en la que los críos incluso se ocultan de la madre que los ha visto siempre tal como llegaron al mundo. Establecen así una separación física que escogen ellos desconcertando a los progenitores más liberales. Los expertos en desarrollo infantil han tenido a bien esclarecer la situación para librarnos de la culpa de haber educado, sin querer, en los rancios valores que queríamos superar: el pudor, que no la vergüenza, nos dicen, es algo natural y que tienen que ver con el estado de latencia por el que pasa la sexualidad durante la infancia. Imponerles el nudismo, entonces, se convierte en una forma de interrumpir su normal desarrollo, de provocar en ellos un malestar que puede llegar a ser tan perjudicial como las prohibiciones de antaño. En resumidas cuentas: nuestros hijos nos prefieren vestidos y no quieren ver los genitales de otras personas. Obligar a chicos y chicas a compartir duchas, como se hacía en ese polémico campamento en Navarra, es no diferenciar el pudor de la vergüenza y no entender que la intimidad y su protección son también naturales y los menores tienen derecho a ella. Más cuando desde los tiempos del destape la desnudez y la hipersexualización son casi una exigencia social para chicas y mujeres.

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