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El cierre de la central nuclear de Almaraz se ha convertido en el juego del ratón y el gato. Porque, así son los tiempos, importa sobre todo quién impone su relato. Está ganando fuerza la visión de que el cierre definitivo de la central en noviembre de 2027, cuando podría seguir funcionando con seguridad bastantes años más, es una temeridad en tiempos de convulsión geopolítica y miedo a los apagones. El Gobierno está en una posición delicada y no lo plantea abiertamente, sino que espera a que sean las eléctricas las que den el paso de pedir la prolongación, y que lo hagan gratis, mientras las compañías se preparan para hacer esa petición, pero reclaman una rebaja fiscal que permita que les salgan mejor las cuentas. Así las cosas, corre el reloj para el inicio de un proceso de desmantelamiento que es problemático para todas las partes implicadas.
Quienes argumentan que mantener las nucleares en funcionamiento va en contra de la transición verde quizás malinterpretan el momento histórico. Porque la disyuntiva no es nuclear o renovables, sino nuclear o gas. El despegue de las energías limpias es imparable, y estas se revelan cada vez más como fuentes eficientes y baratas, que permitieron contener la crisis energética y ayudaron a que funcionara ese marco llamado la excepción ibérica. Pero las fuentes discontinuas (asíncronas, en el argot) como el sol y el viento necesitan fuentes continuas (síncronas) de respaldo. Si el respaldo de las renovables no son las nucleares, lo serán los ciclos combinados que consumen gas, que resulta más contaminante para el efecto invernadero y además debe ser importado de países como Rusia, Estados Unidos y, en el caso español, Argelia. El cierre nuclear, en el contexto actual, puede verse como un problema para el cumplimiento de los objetivos del Acuerdo de París, para la seguridad energética y para la autonomía estratégica de Europa.
La causa antinuclear fue muy popular en la izquierda y el ecologismo de los años setenta, ganó argumentos con el desastre de Chernóbil en 1986 y fue perdiendo intensidad hasta que reapareció por el accidente de Fukushima en 2011. Entonces la canciller alemana, Angela Merkel, dio un giro brusco en su política energética. Si en 2010 su Gobierno había alargado la vida de las nucleares una media de 12 años, tras lo ocurrido en la planta japonesa revirtió esa medida y fijó el cierre definitivo para 2022. Cuando Merkel tomó esa decisión no le preocupaba la dependencia del gas ruso, lo que se ha demostrado un error histórico. La guerra en Ucrania lo cambió todo, pero era demasiado tarde: el Gobierno (rojiverde) de Olaf Scholz permitió mantener las centrales funcionando unos meses más, y el apagón nuclear se consumó en abril de 2023. Mientras tanto, las compras masivas de gas ruso por Alemania y otros países de la UE financiaban a Putin su guerra y su amenaza a toda Europa. El nuevo Gobierno del conservador Friedrich Merz ha mostrado otra sensibilidad, al alinearse con los países (Francia en cabeza) que apoyan la energía nuclear, pero no ha llegado a plantear la reapertura de reactores.
Como muestra del nuevo clima, la Comisión Europea reconoció en 2022 la energía nuclear dentro de las necesarias para la transición hacia una generación sin emisiones de CO₂ (la llamada taxonomía). La energía atómica no puede presentarse como limpia (porque genera residuos de difícil gestión), pero sí ayuda a la descarbonización, clave para contener la crisis climática. Una gran paradoja es que, ante el cierre nuclear, Alemania volvió a tirar del carbón, la fuente más contaminante posible.
El caso alemán es paradigmático y ha influido en otros países como España. El Gobierno de Pedro Sánchez se apuntó al carro del apagón nuclear en 2019, cuando acordó con las compañías del sector un calendario de cierres de todos los reactores que empieza por Almaraz, en 2027, y se extiende hasta 2035. El BOE publicó en 2020 la última prórroga para la central extremeña y sentenciaba que no habría ninguna más. Eran otros tiempos: Rusia no había invadido Ucrania, no habíamos sufrido el gran apagón del pasado 28 de abril en la península Ibérica, y Red Eléctrica no había advertido de que teme que ocurra otro.
Así las cosas, entre los expertos y en amplios sectores sociales se ha afianzado la idea de que conviene prolongar la vida útil de las nucleares, al menos hasta que las tecnologías de almacenamiento acompañen el auge de las renovables, lo que no será pronto. En la esfera política, están chocando muchos intereses dentro de cada bando. Dentro del PSOE va creciendo esa corriente de opinión en favor de la extensión, que involucra a barones como Miguel Ángel Gallardo (Extremadura) y Emiliano García Page (Castilla-La Mancha), y que tienta a Salvador Illa (Cataluña), quien no se ha pronunciado en público pero está bajo presión para salir en defensa de Ascó. El PSOE tiene problemas para alterar lo que ha puesto negro sobre blanco tres veces: el citado BOE, su programa electoral y su pacto de gobierno con Sumar, que dice textualmente: “Haremos un cierre de las nucleares planificado, seguro, ordenado y justo socialmente, escalonando el cese de operación de todas las centrales españolas entre 2027 y 2035”.
Esto explica que al Gobierno le cueste pronunciarse con claridad en un asunto que genera tensión interna y por el que recibe presión externa. La vicepresidenta tercera y ministra de Transición Ecológica, Sara Aagesen, fijó su posición en un intercambio de cartas con las eléctricas que reveló EL PAÍS en julio. Ponía tres condiciones para considerar una petición de prórroga: que no suponga un coste extra para los consumidores, que se cumplan los requisitos que determine el Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) y que se garantice la seguridad de suministro de acuerdo con las exigencias de Red Eléctrica. Poner por escrito esas condiciones, obviamente, implica una disposición a aceptar la petición si se cumplen. Está implícito pero no es explícito.
El ministro de Economía, Carlos Cuerpo, se refirió a esos tres criterios de Aagesen pero fue algo más directo en una entrevista con EL PAÍS en agosto: “Podríamos decidir esta extensión de la vida de las nucleares si se dan estas tres condiciones”. Al formularlas precisó la primera de ellas: “que no acaben pagándolo los contribuyentes o los clientes”. La alusión a los contribuyentes, además de a los consumidores, quiere decir que las eléctricas no deben esperar rebajas fiscales a cambio de seguir operando los reactores. Y eso es precisamente lo que reclaman, porque consideran que la fiscalidad de la energía nuclear se ha disparado en los últimos años y dificulta su viabilidad. Transición Ecológica responde con un mensaje de escepticismo: “A las empresas les siguen sin salir los números”.
Estamos, pues, en el juego del ratón y el gato. El Gobierno juega a esperar que las eléctricas pidan la prórroga y las eléctricas juegan a avanzar en los planes de desmantelamiento sin que la hayan solicitado de momento. Pero algo se mueve: las eléctricas preparan ya esa solicitud, que deben aprobar y presentar antes de fin de mes (lo que no paraliza el plan de desmantelamiento). La negociación de algún alivio fiscal queda para más adelante. El calendario deja margen: aunque se presente el plan de cierre, el CSN tiene hasta marzo para hacer su informe definitivo. En ese tiempo no se desmantela nada. Sobre las rebajas fiscales, algo han conseguido las eléctricas de las autonomías: tanto Extremadura como la Comunidad Valenciana han rebajado las tasas de su competencia. Una clave: esta compleja negociación sobre el futuro nuclear coincide con otra sobre la retribución de las redes, y esa es también crucial para el sector. Lo que no se obtenga por una vía se puede compensar por la otra.
El Ejecutivo, en todo caso, está evitando hablar claro a los ciudadanos. No sería tan dramático explicar que las circunstancias del sector energético y el contexto político mundial aconsejan darse unos años más para el apagón nuclear. Tampoco es un mensaje difícil de entender, pero sí es difícil de pronunciar. Sánchez tiene que satisfacer a aliados y socios con intereses muy diferentes. A Yolanda Díaz, que fue tajante sobre la carta de Aagesen: “Hace años que España tiene este debate cerrado y los plazos de cierre son muy claros. No vamos a permitirlo”. A Podemos, que reclama confirmar el calendario de cierres. Y al mismo tiempo a Junts y ERC, que son partidarios de prorrogar la licencia de Ascó, y no se entendería que la catalana sí y la extremeña no.
Un Gobierno debe saber que el interés general no suele pasar por contentar a todos.
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