Hija, no te asustes.
Pasan tres millones de billones de segundos.
—¡¿Mamá?! ¡¿Qué pasa?!
—Unos irlandeses se han metido una fiesta en tu piso que ni los San Fermines.
—¡¿Qué?! ¡¿Qué irlan…?!
—Se han pensado que era el apartamento que habían alquilado en el primero.
Estamos en un bar de carretera. Mi hijo pequeño rasga el papel de un tampón y su hermano me pregunta cómo las falanges macedónicas derrotaron al ejército persa en Gaugamela. Su padre me manda corazoncitos desde la convención de ilustradores en un castillo en Escocia. Donde yo insistí que fuera. En qué momento.
—Esto no tiene ningún sentido.
—Me lo está contando la Paqui, que me ha llamado al ver este desastre monumental.
—¿Pero qué han hecho?
—Aquí han empinado el codo al menos veinticinco. —Hace una pausa. Sabe lo que ha supuesto irme con dos niños que odian viajar—. Hija… tendrías que volver porque esto es denunciable.
En realidad la culpa la tienen los de The White Lotus. Solo necesité ver las palmeras bailando en la noche para que colmara la gota de mi daikiri imaginario. Necesitaba este viaje. Y como si fuera una veinteañera cualquiera, reservé lo primero que encontré: un glamping al lado de una residencia de asnos. No me juzguéis, en la foto había un daiquiri fantástico debajo de una palmera. El viaje de vuelta —los decibelios, el suspenso en la batalla de Gaugamela— pasará a los confines de mi memoria emocional con el único fin de seguir cuerda. Pero llegamos. La Paqui tirando fotos. Su hija, la Paqui Junior, una entrepreneur listísima, gestionando los husmeadores.
Y lo vi.
Era imposible.
Abrí mucho los ojos y apreté los labios. Paqui Junior solo necesitó un instante para entenderlo todo: Que en mi casa no había pasado nada. Que ningún irlandés había empinado el codo. Que aquel era un apocalipsis predecible en una huída monoparental desesperada de fin de semana. Los niños corrieron al reencuentro de sus rincones y yo me quedé paralizada. Paqui Júnior me miró, cómplice, y anunció:
—Sé dónde hacer una denuncia rápida y efectiva —Se dirigió a mi madre con mirada de Silicon Valley—: ¿Puede hacerse cargo de los niños?
—Claro, claro, tú que eres una entroprenor —mi madre sonó como Chiquito— seguro que sabes donde ir.
Nos metimos en un taxi que condujo hacia el mar. El sol iluminaba mis ojeras. El motor se paró delante de una puerta de madera grande en la que, con una luz cálida, se leía: SPA.
—Te espera Anna, es la mejor. Y no tengas prisa, que ya sabes que en Julio las comisarías están a reventar. Enjoy.
Este artículo pertenece a la serie Relatos de Verano en colaboración con Rituals
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