En aquel momento parecía solo un evento divertido y frívolo con un fin benéfico más, pero lo que ocurrió aquel 28 de noviembre de 1973 en París terminó convirtiéndose en el hito más importante del mundo de la moda de las últimas décadas del siglo XX. La batalla de Versalles, el evento orquestado por la todopoderosa publicista Eleanor Lambert, recaudó 280.000 dólares, pero sobre todo sirvió para que la industria americana de la indumentaria y todos los agentes implicados en ella –representantes, modelos y diseñadores– acabaran de una vez por todas con el complejo de inferioridad que les atenazaba cuando se miraban en el espejo del diseño europeo. Para arrojar algo de luz en torno a aquella cita que lo cambió todo, la editorial Superflua edita en español el libro La batalla de Versalles (que previsiblemente se podrá a la venta el próximo mes de septiembre), de la periodista de moda Robin Givhan (Detroit, 1964), ganadora del Premio Pulitzer de crítica en 2006.
Los mimbres de la cita eran los mejores: del lado francés, Hubert de Givenchy, Marc Bohan –por entonces director creativo de Christian Dior–, Pierre Cardin, Emanuel Ungaro e Yves Saint Laurent; del americano, Anne Klein (la única mujer de la lista), Oscar de la Renta, Bill Blass, Stephen Burrows y Halston. Un muy deportivo duelo de cinco contra cinco al que ambos bandos llegaron con ánimos muy diferentes. Mientras que los primeros lo afrontaron con la infinita seguridad que da que la tradición de la alta costura y la creatividad más exacerbada estén de tu parte, los segundos lo encararon con la inconsciencia fresca y la libertad del que se sabe perdedor de antemano. Dicho de otra forma: los europeos solo podían ganar, los estadounidenses no esperaban hacerlo. “Los franceses, sin duda, pagaron caro su exceso de confianza. Creían que haciendo las cosas como siempre las habían hecho, llegarían a la cima. No supieron ver cuánto estaba cambiando la moda. Sin embargo, los norteamericanos no cargaban con el peso de la historia ni estaban atados a la tradición. Si eran víctimas de algo, era de su propia inseguridad. No eran conscientes del poder de su visión ni de su talento hasta que se vieron obligados a exponer su trabajo. Al público le encantó lo que vio”, explica la autora.
¿Y qué fue lo que vio esa exquisita pandilla de aristócratas y beautiful people que asistió al evento (las actrices y cantantes aún no habían copado este tipo de citas)? Una cohorte de modelos carismáticas, mayoritariamente negras, con prendas favorecedoras y modernas moviéndose al ritmo de una cuidada composición. Aquello se parecía más a un espectáculo de Broadway que a una pasarela –no en vano Liza Minelli, íntima amiga de Halston, fue la estrella invitada–. “Los estadounidenses ganaron porque la ropa era apropiada para la época; las modelos dieron vida a esas prendas sencillas; y la coreografía lo hizo todo emocionante y atrevido. Fue la tormenta perfecta”, resume Givhan.
Lo que ocurrió aquella noche en Versalles tuvo un enorme impacto en el devenir de la industria. Para empezar, la moda dejó de rendir pleitesía a la confección a medida para sucumbir a la frescura del ready-to-wear. Hoy ambas disciplinas han construido una entente bien fructífera para ambas partes. “La alta costura nos recuerda lo que la moda puede lograr cuando se libera de casi todas las restricciones. No necesita ser práctica. El único propósito de un jardín de flores impresionante es deleitarnos y hacernos sentir más vivos. No tengo espacio en mi casa para un gran jardín de flores. Pero adoro caminar por uno. Y compro flores frescas cada semana para mi casa. Pienso en la relación entre la alta costura y el prêt-à-porter de esa manera”, explica la escritora de manera muy ilustrativa.