Nuevas costumbres, estrés ambiental y más cautela en los ritmos de trabajo-descanso: por qué cada vez más gente evita trasnochar
Pasó incluso en la legendaria fiesta del 60 aniversario de la edición italiana de Vogue, inmortalizada en las portadas y páginas del número de diciembre de la cabecera. Como cualquier afterparty que se precie, todo empezó muy tarde, pero una de las modelos retratadas se paseaba nerviosamente de un lado a otro: «Yo tengo que dormir al menos nueve horas, ¿qué haré por la mañana?». Lo que a primera vista puede parecer un capricho de diva esconde una necesidad generacional. Si tienes treinta o cuarenta años (o incluso menos), basta con que realices una breve encuesta por Whatsapp entre tus contactos más cercanos: a pocos les apetecerá trasnochar y la mayoría confesará sin tapujos que les aterra salir después de las nueve o las diez de la noche. Las alternativas van desde las cenas en casa con amigos (a terminar a medianoche, sin excepción) o lo más cómodo: Netflix, té y manta. También son muy populares los aperitivos, mejor entre las 19 y las 21 horas.
Lo que puede parecer una exageración de los millennials tardíos (o peor, de la generación Z) es en realidad un fenómeno bastante extendido y transversal. Nos hemos dado cuenta de que, en cuanto cumplimos los 30 (por no hablar de los 40), la metamorfosis pseudokafkiana es inmediata e inevitable: las resacas que antes se arreglaban con un vaso de agua con gas, un analgésico efervescente y una palmadita en la espalda ahora duran días y cada vez hay más tipos de gastronomía exótica que ya no podemos digerir, lo que apenas deja dos o tres restaurantes en los que cenar, lejos de los recuerdos de los kebabs con que saludábamos al amanecer. Incluso los fines de semana, ya no salimos a discotecas a las 4 de la mañana: en su lugar optamos por tareas mucho más apremiantes, como hacer yoga tibetano o limpiar los jardines públicos de basura y de los restos de comida. También queremos ir al mercado muy temprano, no más tarde de las 9 de la mañana, pues de lo contrario desperdiciaremos irremediablemente el día. Si hace unos años nos hubieran dicho cómo iba a ser nuestra vida una vez adultos, habríamos pensado inmediatamente en hipotecas y bebés, no en matinés en el cine ni excursiones por la montaña cuando incluso en mitad de la niebla.
De hecho, si antes nos daba pavor (y cierta sensación de fracaso) quedarnos en casa un viernes o un sábado por la noche, hoy no hay nada que nos apetezca más que, precisamente, no hacer nada: refugiarnos y holgazanear, prácticamente inmóviles, a la espera de la puntual depresión del domingo por la tarde (a mí me llega, como un reloj, entre las 17:25 y las 17:45). Cierto es que una muchedumbre frenética ha vuelto a poner de moda las raves en lugares postindustriales pero ¿a qué hora? Pues por la tarde. Incluso The Guardian habló hace poco de las raves diurnas, unas salvajes sesiones de baile en lugares tan poco iluminados que bien podrían ser las 4 de la mañana, pero no: son las 4 de la tarde. «Me he pasado toda la vida de club en club. En los años 90 iba dos veces al mes y me quedaba despierto toda la noche. Cuando me hice mayor (y más prudente), descubrí lo importante que es dormir bien», dice Joyce Harper, de 61 años, asidua a las raves diurnas organizadas en Fabric o el Ministry of Sound de Londres.
Otrora incombustibles hasta altas horas de la madrugada, las zapatillas deportivas están cambiando de costumbres: el brunch vuelve a estar de moda, pero con alcohol y mimosas, para emborracharse a la luz del día y volver a casa a dormir en cuanto se vislumbre el crepúsculo. Florecen también los festivales, los eventos teatrales y los seminarios, incluso durante todo el fin de semana, pero nos despedimos a las seis de la tarde tras un agradable aperitivo de convivencia. The Guardian también habla de numerosos bares que notan que la gente llega y se va más pronto, de la hora del té a la happy hour, entre las cuatro y las seis de la tarde. Lo hacemos todo más pronto, y no es un vicio generacional; de hecho, el cambio de los tiempos va mucho más allá. En 2022 el New York Times se preguntaba si Nueva York, iluminada a todas horas, seguía siendo la ciudad que nunca duerme: de hecho, descubrió que uno de los efectos de la pandemia había sido un cambio radical en los horarios de apertura de clubes y restaurantes, que habían reducido los servicios nocturnos como consecuencia de los cierres de la era Covid y las limitaciones económicas.
«Cuando decidí hibernar no fue por nada concreto», escribió Otessa Moshfegh en Mi año de descanso y relajación, un paradójico manifiesto en el que la protagonista quiere pasar doce meses durmiendo todo lo posible. Pero causas concretas hay en esta tendencia general a anticipar el ocio; para empezar, que la gente cada vez tiene menos dinero para dedicar al ocio. En Milán, el precio de cenar fuera y luego ir a la discoteca se escribe casi con tres cifras, sin contar taxis y paradas intermedias, y cada vez más gente opta por almuerzos ligeros o incluso desayunos largos antes de huir a casa, lejos de la tentación de usar sus tarjetas de crédito digitales a todas horas, como perros de Pavlov.