Para sacar la bicicleta del trastero, lo mejor es elegir un día de principios de otoño, ya sin el ardiente calor del verano, y pedalear por un antiguo trazado ferroviario del norte de España, una vía verde llana y sombreada por robles y hayas que anuncian con algunas hojas doradas la nueva estación. Como compañeros de escapada, aquí nos acompañarán osos pardos peludos, forzudos harrijasotzailes —levantadores de piedras vascos— y ferrones equipados a la vieja usanza, con túnica de lino y sombrero de fieltro para protegerse de las chispas de la fragua. Y en los avituallamientos, nada de geles y barritas energéticas: caparrones, sidra, chistorra, entrecot de potro navarro y pulpo del Flysch. En Asturias, País Vasco, Navarra y La Rioja, estas son las seis vías verdes más apetecibles para esta época del año.
Senda del Oso (Asturias)
La vía era estrechísima, de 0,70 metros, y no digamos ya los túneles excavados en la roca, por los que a duras penas pasaban los trenecitos de vapor cargados con hierro y carbón del valle de Quirós y de las minas de Teverga, que circularon por estas montañas desde 1874 hasta 1963. Pero el paisaje era y es inmenso, como todos los de Asturias. Para explorarlo está la vía verde de la Senda del Oso, de 53,9 kilómetros con forma de Y que puede recorrerse en un día sin deslomarse porque no tiene grandes desniveles. Con las bicis de ahora, y más con las eléctricas, las pendientes no se sienten. No son como aquellos trenecitos mineros que subían resoplando y que, para no embalarse cuesta abajo, llevaban guardafrenos: empleados que saltaban en marcha de un vagón a otro para accionar los frenos a mano. Para más comodidad, hay una empresa, TeverAstur, que alquila bicis y accesorios para que personas de cualquier edad y circunstancia (incluso con bebés y mascotas) hagan solo 18 kilómetros y luego vuelvan en autobús. Dos o tres horas bastan para descubrir así la Senda del Oso.

Hay varios lugares donde conviene detenerse para estirar las piernas y la mirada. Uno es el desfiladero de Peñas Juntas, “donde las rocas se besan”. Eso dice un letrero, y también que cuando la regente María Cristina lo visitó en 1864, comentó: “Esto es horriblemente bello”. Otra parada deseable es en Proaza, donde se encuentran la Casa del Oso y el cercado en el que vive Molina, una osa de 12 años que se despeñó siendo niña y, después de ser rescatada y curada, ya no supo estar sin los humanos. Y otra parada, la primera y la última, se ha de hacer en Entrago, que es el punto de partida ideal para recorrer la vía verde y adonde hay que volver para reponer líquidos y, sobre todo, sólidos en la Pulpería Casa Gallega: pulpo, cachopo, oreja, callos… Los más en forma suben también al embalse de Valdemurio y se apean de la bici para deslizarse en las piraguas y tablas de paddle surf de Deporventura por este espejo de agua en el que se mira el pico Gorrión.
Vía verde del Plazaola (Navarra y Gipuzkoa)
Decían que el Plazaola no era un tren racista, porque se subían blancos a él en Pamplona y se bajaban negros —de carbonilla— en San Sebastián. Inaugurado en 1904 para transportar hierro de las minas de Plazaola a Andoain, ambas en Gipuzkoa, y ampliado en 1914 para llevar a pasajeros de la capital navarra a la donostiarra, aquel tren de vía estrecha murió en 1953, arruinado por unas riadas. Pero su espíritu sigue vivo y acompaña todos los días a multitud de ciclistas y caminantes por los valles celestiales de Larraun y Leitzaran.

La vía verde del Plazaola tiene 78 kilómetros y atraviesa casi 30 túneles, bastantes más si se consideran como tales los pasos abiertos por los usuarios en la fronda de los hayedos, los robledales y las alisedas ribereñas. Los túneles subterráneos requieren llevar linterna. Los vegetales, en cambio, se iluminan solos con el fulgor de las hojas otoñales. Lekunberri, a medio camino entre Pamplona y San Sebastián, es el mejor punto de partida para recorrer la vía en ambos sentidos. En la antigua estación, hoy oficina de turismo, se pueden alquilar bicicletas y ver un audiovisual sobre la comarca y sobre la historia del tren. Los ciclistas que saben reservan en el asador Epeleta para comer a la vuelta óptimas carnes y pescados a la brasa. Y los que saben más lo hacen en Maskarada, para dar cuenta de los cerdos píos negros (o euskal txerri) que cría el dueño en los prados de Lekunberri. A una hora justa en bici, cerca de Leitza —la ficticia Argoitia de Ocho apellidos vascos—, está Peru Harri, un museo al aire libre creado por el legendario harrijasotzaile Iñaki Perurena, que en el último cuarto del siglo XX levantaba pedruscos como si nada: con una mano, de 267 kilos; con dos, de 320. Cualquier ciclista se siente un alfeñique en este museo dedicado a la piedra y a los forzudos vascos.

Por la Foz de Lumbier hasta el puente del Diablo (Navarra)
La Foz de Lumbier es un pequeño pero abruptísimo cañón labrado cerca de Sangüesa por el río Irati, en cuyas paredes vertiginosas anidan 200 parejas de buitres leonados, además de alimoches y quebrantahuesos. Se recorre cómodamente siguiendo la vía verde del Irati, el trazado del antiguo ferrocarril de vía estrecha Pamplona-Sangüesa, que circuló de 1911 a 1955 y fue el primer tren eléctrico de pasajeros de España. Desde el aparcamiento hasta el puente del Diablo —una bella obra arruinada por los franceses en 1812— es una hora a pie, ida y vuelta. A pedales, ni la mitad. Por 70 euros, Irati E-Bike ofrece bici eléctrica y guía para recorrer en cuatro horas esta foz y la de Arbaiun, que también es espectacular, con paredes de hasta 400 metros, y más en otoño, cuando hayas, robles, fresnos y quejigos la adornan de rojo, naranja y amarillo.

Para reponer fuerzas, el restaurante Irubide, en Lumbier, tiene un menú de platos bastante esmerados —como el foie a la sartén sobre crepe de hongos y láminas de trufa o el gorrín deshuesado y asado a baja temperatura con puré de orejones y chalotas caramelizadas— y precio razonable. Luego, siesta en la habitación —Irubide también es hotel— y a soñar con la leyenda del puente del Diablo, que dice que el Maligno se comprometió a construirlo en una sola noche, antes de las seis de la mañana, para que cruzara el río una buena mujer. O no tan buena, porque ella le ofreció a cambio su alma. El caso es que Satán lo acabó a las siete y se quedó sin su ánima por tardón.
Urola, el río de los ferrones (Gipuzkoa)
Urola significa agua de ferrerías en euskera porque en las orillas de este río llegó a haber 20 de ellas. A siete kilómetros de Legazpi, río arriba, se conserva la de Mirandaola, del siglo XV, que ha sido restaurada minuciosamente para mostrar cómo se trabajaba el hierro en aquellos tiempos, con un fuelle y un martillo gigantescos accionados por la fuerza hidráulica. Los operarios llevan el traje de faena tradicional de los ferrones: una túnica blanca de lino y un sombrero de fieltro para protegerse del fuego. Puede hacerse un recorrido guiado, donde se visita también el Museo del Hierro Vasco. Al final de la demostración se ofrece a los visitantes una sidra y una chistorra asada sobre las mismas brasas en las que se ablandó el hierro. Chillida Lantoki, en Legazpi, es otra visita obligada: aquí se ha recreado la forja de la que salió el Peine del viento del escultor.

A orillas del Urola veremos también en marcha trenes de vapor, los que parten del Museo Vasco del Ferrocarril, en Azpeitia. Veremos dos templos tremendos: la ermita de la Antigua, en Zumarraga, cuya techumbre de roble recuerda las tripas de un galeón, y el santuario de Loyola, una basílica que poco tiene que envidiar a la del Vaticano. Y en Zumaia, donde desemboca el río, espera el paisaje más alucinante de la costa vasca: la ermita de San Telmo haciendo equilibrios sobre los acantilados de la ruta del Flysch.

La vía verde del Urola permite visitar todo lo anterior siguiendo el trazado de un ferrocarril que anduvo por este valle industrioso —y, a pesar de ello, verdísimo— desde 1926 hasta 1988. En la web víasverdes.com se describe con todo detalle el recorrido desde Zumaia hasta Mirandaola.
‘El Trenico’ y el Anillo Verde (Álava)
El Vasco Navarro, más conocido como El Trenico, fue un ferrocarril de vía estrecha que hasta 1967 unió Estella (Navarra), Vitoria-Gasteiz (Álava) y Bergara (Gipuzkoa). Hoy es una de las vías verdes más bellas y largas de España: 123,5 kilómetros. Pedaleando por ella sin parar se tarda nueve horas, pero es una paliza. Y también un disparate, porque ¿cómo no apearse en Antoñana para pasear por uno de los pueblos más bonitos del País Vasco o cómo no detenerse en Vitoria-Gasteiz para ponerse morado de pintxos?

Desde la antigua estación de Antoñana hay una vista preciosa de esta villa medieval amurallada, que fundó Sancho el Sabio de Navarra en 1182 sobre un antiguo fuerte, al pie de la sierra de Izki. Allí, en tres vagones-museo, está el Centro de Interpretación de la Vía Verde del Ferrocarril Vasco Navarro, donde se informa sobre la historia de El Trenico y sobre los diferentes recorridos que pueden hacerse por su desaparecida vía estrecha. Uno bien sencillo es acercarse a Maestu y a su ermita de Santo Toribio, atravesando el túnel de Zekuiano, recientemente decorado con motivos y sonidos del entorno, y luego volver a Antoñana para seguir por el otro lado de la vía hasta Santa Cruz de Campezo y comer en Arrea!, un restaurante excepcional con dos estrellas Michelin. Es una excursión bastante llana de solo 30 kilómetros, suficiente para abrir el apetito y calmarlo en el mejor sitio.
Además de para atiborrarse a pintxos en el casco viejo, Vitoria-Gasteiz es buen lugar para echarse a pedalear hacia el santuario de Estíbaliz, al que los abuelos de la capital alavesa iban de niños en El Trenico, y también para recorrer el Anillo Verde que rodea la ciudad, un circuito señalizado de 33 kilómetros que une media docena de espacios naturales. Boquiabiertos deja a los ciclistas el parque de Salburua, uno de los humedales más valiosos del País Vasco, donde es fácil tropezarse con alguno de los 140 ciervos que triscan y, en otoño, berrean a orillas de sus lagunas. Guiartu ofrece rutas guiadas en bici por Vitoria-Gasteiz por 25 euros y siguiendo la vía verde del Vasco Navarro por 80.
De Ezcaray a Haro por la vía verde del Oja (La Rioja)
Siguiendo el Oja, el río que dio nombre a la región, circuló entre 1916 y 1964 un tren de vía estrecha desde Ezcaray, al pie de la sierra de la Demanda, hasta Haro, a orillas del Ebro. El Bobadilla, que así se llamaba, transportaba madera, hierro y cobre de la sierra, productos agrícolas del valle del Oja y viajeros sin prisa, porque el convoy iba a una velocidad media de 22 kilómetros por hora. El tren desapareció, pero no el viajar despacio siguiendo sus pasos por este valle, porque esa es más o menos la velocidad a la que circulan los ciclistas por una vía verde llana y rectísima de 38 kilómetros, acondicionada con tierra compacta y asfalto.

La vieja estación de Ezcaray, que ahora es un bar-restaurante con fotos del ferrocarril y terraza en el viejo andén, es un buen lugar para desayunar antes de emprender la marcha. Y los primeros kilómetros de la vía, hasta Ojacastro, son los más bellos, sobre todo en otoño, cuando los rebollares y las choperas se pintan de ocre y amarillo. El momento más interesante, sin embargo, es cuando la vía verde se cruza con el Camino de Santiago en Santo Domingo de la Calzada. Aquí hay que apearse de la bici para subir al campanario de la catedral, que es la torre más alta de La Rioja, con 70 metros. Y también en Casalarreina, para visitar el monasterio de Nuestra Señora de la Piedad, una joya del gótico isabelino. La antigua vía de El Bobadilla se pierde en Casalarreina, pero se continúa pedaleando por una ruta verde que lleva por Cihuri y Anguciana hasta Haro, la capital del vino riojano.
Para comer, lo mejor es volver a Ezcaray y hacerlo en el restaurante El Portal de Echaurren, de cocina creativa y con dos estrellas Michelin, o en el Echaurren Tradición, donde se saborea lo de siempre, incluidas las croquetas al estilo de Marisa, la madre del chef Francis Paniego. Y, aunque aún no hace frío, los previsores harán bien en llevarse algo de Mantas Ezcaray: las que tejen de mohair, comparadas con las de lana de toda la vida, son increíblemente ligeras, como una bicicleta de carbono al lado de una de acero.