Nota del editor: este texto sobre ‘Sirat’ está plagadito de ‘spoilers.
Me contaba el otro día un amigo que Daniel Kahneman, premio nobel de economía, diferenciaba entre dos formas de pensar que coexisten en nuestros cerebros, una instantánea e intuitiva, emocional, y otra que es producto de la reflexión y que requiere tiempo para desarrollarse y asentarse. Esto explica que mi impresión de Sirat haya evolucionado desde el momento en que salí del cine hasta hoy. Dos semanas después del estreno de la película, mi opinión sobre ella es diametralmente opuesta a la que expresé cuando se encendieron las luces de la sala. Voy a servirme de este texto para explicar mi viaje (incluyendo, ya lo aviso, spoilers), y lo hago desde la primera persona para que no se lean mis palabras como otra cosa que lo que son: una interpretación subjetiva de una obra que, desde el instante en que existe, puede ser discutida.
Para empezar, he de decir que entré en la sesión condicionada por una serie de factores: Sirat había ganado el Premio del Jurado en el festival de Cannes y, además, está escrita y dirigida por Oliver Laxe, uno de esos artistas que exudan energía mesiánica, acumulan adeptos y subyugan con su extraño carisma (no del todo disoluble de su atractivo físico, que desde luego le ayuda). Me han gustado otras películas de Laxe y reconozco en él un enorme talento, sobre todo en lo relativo al lenguaje estrictamente audiovisual, y por lo tanto mi predisposición era favorable. Segundo: iba con alguien, lo cual, en mi caso, no es baladí, pues tiendo a dejarme contaminar por las voces ajenas. Mi acompañante manifestó que le había encantado y solo cuando, más tarde, la ausencia de su entusiasmo permitió que aflorara mi propio criterio, comencé a comprender mejor qué me parecía a mí lo que había visto.
Sirat tiene muchas virtudes, y son justo esas virtudes las que contribuyen a obstaculizar que se perciban sus defectos (o, si no defectos, ciertos elementos que se cuelan en tu interior sin que quizá seas consciente). Se confirma que Laxe domina las herramientas cinematográficas: la película, ubicada en los sugerentes paisajes del desierto, hipnotiza a golpe de imágenes de notable belleza y ritmos evocadores, y uno se descubre pronto inmerso en una experiencia sensorial que arrastra, que atrapa, que embelesa. Juraría, incluso, que confunde. La naturaleza cautivadora de esa dimensión suspende el juicio, baja las defensas, y es entonces cuando Laxe se erige Dios —un Dios cruel, que no respeta las coordenadas que él mismo ha dispuesto— y golpea con el mazo, a los personajes y al público.
Partiendo de la base de que el creador no debe nada a nadie (como mucho, se debe a su integridad), el espectador se entrega a él confiando en que se respete el acuerdo tácito según el cual todo sufrimiento (incluso el más excesivo, el más insoportable) tenga sentido y conduzca a alguna parte. No significa esto que la trama deba acabar bien o que de la trama se deba extraer un aprendizaje. El aprendizaje puede ser, de hecho, que del sufrimiento no se aprende, que el sufrimiento es inútil, pero, para que la narrativa funcione, el sufrimiento ha de integrarse en los códigos estipulados por la trama, que es la que manda. En Sirat se da una paradoja interesante y perturbadora: la trama no manda, manda Laxe, que decide imponerse sobre su propia trama, aniquilando la trama (por él concebida) en pos de algo que, ¿qué es? ¿Es la nada? ¿Un vacío en el que el giro efectista aspira simplemente a chocar? Analicémoslo.
La película narra el intento desesperado de un padre y su hijo de encontrar a la hija de la familia, partida de casa hace unos meses. Indicios les llevan a creer que se halla entre los asistentes a fiestas clandestinas que deambulan, en ese periodo, por el sur de Marruecos, y el amor que sienten por ella les empuja a establecer un vínculo (de intensidad creciente) con un grupo de esos ravers, capaz a lo mejor de guiarles hasta la chica. Complica el asunto el hecho de que parece haberse desatado un conflicto bélico de carácter mundial, lo cual propicia que los personajes se desvíen aún más de las estructuras de seguridad. Desoyendo las órdenes del ejército, nuestros protagonistas se aventurarán por las entrañas del terreno inhóspito, con la esperanza de llegar juntos al baile definitivo.