Nadie, y eso incluye a los llamados rebeldes y al propio Bashar el Asad, podía pronosticar que lo que comenzó el pasado 27 de noviembre iba a desembocar 11 días después en el colapso de un régimen que llevaba más de medio siglo explotando a su propia población. Por supuesto, se sabía que la situación económica era mala y que las condiciones de vida de la mayoría de la población no hacían más que empeorar. También era conocido el generalizado malestar social con unos gobernantes tan corruptos e ineficientes como proclives a la represión violenta contra toda disidencia. Incluso, mirando más allá, era bien visible que Rusia había reducido su nivel de apoyo a El Asad, en la medida en que su mayor implicación en Ucrania le había llevado a detraer recursos para doblegar a Zelenski y los suyos, y que Irán también pasaba por apuros ante el debilitamiento de su “eje de resistencia”, con Hezbolá muy disminuida.
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