Desde los inicios de la televisión, alguien en la pantalla se ha empeñado en que hiciéramos ejercicio y adelgazáramos. La pionera no fue Jane Fonda y su famoso vídeo de los 80 para hacer cardio, sino Jack LaLanne, que presentó su propio programa de fitness entre 1951 y 1985 junto a su perro. Desde entonces y hasta ahora -sobre todo gracias a YouTube y su infinidad de tutoriales- la «caja tonta» se ha convertido en el gimnasio particular de muchos… hasta llegar a límites que deberían ser infranqueables.
Vaya perdedor (en el buen sentido)
Una nueva serie documental de Netflix nos descubre la realidad de ‘The Biggest Loser’, un proyecto doblemente fascinante porque el formato apenas llegó a España (excepto a Canal Sur y Aragón TV, donde se emitió como ‘La báscula’ después de que TVE y Telecinco lo rechazaran), y es una de las barbaridades más grandes que ha dado la historia de la telerealidad, un concurso pensado para mostrar a la gente con sobrepeso como monstruos de la naturaleza y, a fuerza de ejercicio y dieta estricta, hacerles entrar en un cuerpo más sano y normativo mediante pesajes semanales.
Hasta ahí puedes pensar que está bien: cualquier programa que promueva hábitos saludables es positivo. El problema es que no lo hacía. Mientras que en la temporada 1 llegó a haber concursantes con 75 kilos, estos fueron aumentando a lo largo de las temporadas hasta llegar a mostrar una persona con 239 kilos… Que, por cierto, consiguió perder 119 a lo largo de las 30 semanas que duraba la grabación del programa, a base de comer muy poco (algunos apenas ingerían 800 calorías al día) y hacer ocho horas de ejercicio diarias. Los productores no les querían ver más sanos: les querían ver vomitar, desmayarse, gritar y pasar hambre. ‘The Biggest Loser’ se vendió como un programa que fomentaba la salud, pero realmente era una pieza inaceptable del culto al morbo de los 2000.
Una de las pruebas que más chocan en este documental, que pone en duda la eficacia del programa (dado que prácticamente todos han vuelto a su peso original un tiempo después), es la prueba de la «tentación». En ella, los concursantes, para conseguir premios de todo tipo, debían enfrentarse a una mesa llena de comida y comer más que el resto para conseguirlo. Si tienes un programa de perder peso y obligas a comer cantidades gigantescas de comida basura para conseguir un premio, lo que buscas no es la salud: es humillar. Quieres que el público desde casa reafirme sus estereotipos sobre la gente con sobrepeso, se ría de ellos, piense «Pues claro que comes pizza, si lo estás deseando». La magia de la tele, ¿no?
Le falta el #publi en una esquina
‘The Biggest Loser: La verdad del reality para perder peso’ toma un extraño desvío hacia el final, cuando, después de diseccionar las partes positivas y negativas del formato, algunas concursantes que se mantienen en forma empiezan a hablar maravillas del Ozempic y cómo les ha funcionado mejor que sus meses dentro del programa. También incluyen, ojo, voces discordantes, aunque en un tono más bajo y menos vistoso que las positivas. No es el único detalle oscuro de la producción, que culpa de gran parte de los males y las acusaciones, como las pastillas de cafeína que daban a los concursantes, aparentemente prohibidas por el médico del programa, a la única persona que no ha querido aparecer: Jillian Michaels.
Michaels ya se ha defendido con pruebas de todas las acusaciones que se vierten sobre ella, que no son pocas: las decisiones de montaje toman la decisión cobarde de pintarla como la villana del reality, llegando incluso a afirmar que no se puso en contacto con su compañero Bob Harper cuando este tuvo un infarto o que maltrataba a los concursantes hasta límites que iban más allá de lo pactado. Como siempre, hay parte de realidad y parte de mentira, pero al final queda una sensación liviana, como de que los abusos del programa no eran para tanto porque, en el fondo, su intención era buena.
Si ‘La verdad del reality para perder peso’ hubiera hecho el ejercicio de salir de su dinámica de entrevistar solo a los implicados para preguntar a expertos en televisión, en salud o en fitness, probablemente el resultado hubiera sido mejor y más perspicaz en su investigación, porque tan solo se llegan a intuir algunos detalles de la producción, indagando hasta el fondo en unos pocos, como el de la concursante que casi muere en la prueba inicial o la pelea entre las amigas para la que falta contexto. Como visión rápida del programa para los que nunca lo vimos es eficiente. Ahora, como análisis deja mucho que desear.
‘The Biggest Loser’ es una de esas piezas de la cultura pop que no eran dañinas y malas sobre el papel. Al fin y al cabo, pocos levantarían la voz contra un programa que enseña a comer y adelgazar con hábitos sanos: el problema es que este concurso se centraba más en hacer televisión. Y la televisión es llamar la atención, forzar a concursantes a vomitar, a comer poco para adelgazar, a tomar cápsulas de cafeína para aguantar las sesiones de entrenamiento, a permitir el bullying, a no hacer caso a los consejos médicos o a tentarles con comida a cambio de ver a su familia después de meses y meses encerrados en una casa.
El documental de Netflix intenta equilibrar las ventajas del programa con sus inconvenientes, pero el resultado acaba siendo fallido: más allá de lo grotesco, no hay una historia coherente ni nada a lo que aferrarnos, y, tristemente, acaba cayendo por su propio peso. Guiño, guiño.
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