Miré, absorto, cómo se derrumbaban —primero una y luego la otra— las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. Y entonces sonreí. Sí, por despreciable que pueda parecer, mi primera reacción fue sentirme extraordinariamente contento.
Mohsin Hamid, El fundamentalista reticente
Así habla Changez, el fundamentalista reticente educado en Princeton que protagoniza la novela publicada por Hamid en 2007. El libro, un gran éxito de ventas en todo el mundo que llegó a la pantalla en una película dirigida por Mira Nair, triunfó, en parte, gracias a la contundente representación del miedo y el odio que suscitaba el imperialismo estadounidense entre los extranjeros, incluso entre muchos de los que habían sido los seguidores más entusiastas. Changez, como numerosos musulmanes de clase media de Asia y África, había hecho todo lo posible para integrarse en la élite transnacional surgida del capitalismo global encabezado por Estados Unidos. Pero ninguno de ellos había logrado escapar de las degradaciones racistas que la guerra contra el terrorismo institucionalizó en la vida cotidiana, las mismas que ahora llueven sobre Zohran Mamdani (hijo de Nair y candidato demócrata a la alcaldía de Nueva York en las elecciones del próximo mes) desde Silicon Valley, Wall Street y Fox News.
Recuerdo que mi reacción personal ante la explosión de schadenfreude [la satisfacción ante el mal ajeno] de El fundamentalista reticente fue pensar que un musulmán paquistaní quizá podría sentir esa alegría malsana, pero un indio con permiso de residencia no. Había una cultura mundial de antiamericanismo alimentada desde hacía mucho tiempo por la política exterior de Estados Unidos, la manipulación socioeconómica de otros países a través del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y el control general de una economía global que creaba muchos más perdedores que ganadores.
Sin embargo, los indios —tanto en nuestro país como en la diáspora—, en un periodo en el que en teoría estábamos resurgiendo tras un letargo de siglos, permanecimos casi totalmente inmunes a la satisfacción que le producía a Changez el sufrimiento estadounidense. Apenas un año después de que se publicara la novela de Hamid, el entonces primer ministro de India, Manmohan Singh, le dijo a un sorprendido George W. Bush: “El pueblo de India le tiene un profundo afecto”. Era más sincero y representaba un consenso más amplio que el secretario general de la OTAN cuando, hace unos meses, dijo que Donald Trump era el “papá” de Europa.
El idilio de India con “la tierra de la libertad” se produjo muy tarde, varias décadas después de 1945, la fecha en la que los europeos occidentales (con la excepción de los españoles y los portugueses) se convirtieron, después de sus destructivas guerras fratricidas, en el primer gran grupo de población en seguir el modelo cultural y político de Estados Unidos. Por si fuera poco, hoy es evidente que nuestra americanofilia floreció en el momento equivocado. A mediados de la década de los dos mil, la superpotencia, en pleno proceso de desindustrialización, involucrada en guerras eternas en el exterior y con unas desigualdades extremas dentro de sus fronteras, estaba madura para caer en el trumpismo. La larga fascinación que producía Estados Unidos en las clases con aspiraciones de China ya había empezado a agriarse, en parte debido al bombardeo estadounidense de su embajada en Belgrado en 1999. Por el contrario, cada vez eran más los indios con estudios superiores convencidos de que habría una Pax Americana eterna y de que, como dijo Thomas Friedman en un “manifiesto” publicado en The New York Times en 1999, “la globalización es Estados Unidos” y “los estadounidenses son los apóstoles del mundo rápido, los profetas del libre mercado y los sumos sacerdotes de la alta tecnología”.
No es casual que hoy, en Silicon Valley y Wall Street, haya un predominio de brahmanes anglófonos que sirven de enlace entre las clases dirigentes de India y Estados Unidos, gente como Sundar Pichai [director ejecutivo de Google], Satya Nadella [director ejecutivo de Microsoft] y Balaji Srinivasan [antiguo director tecnológico de Coinbase]. Tampoco lo es que, según las encuestas, los indios sigan teniendo una opinión favorable del país norteamericano, incluso después de que empezara a perder prestigio internacional cuando Biden y Trump aniquilaron el “orden internacional basado en normas”.
Sin embargo, la crueldad, la temeridad y la ineptitud que está mostrando la clase dirigente estadounidense durante el segundo mandato de Trump, unidas al desvergonzado supremacismo blanco, han conmocionado y horrorizado incluso a sus aliados y discípulos más leales en todo el mundo. “En los despachos llenos de libros de Delhi y en los rascacielos empresariales acristalados de Bombay, los poderosos sienten vértigo”, informó The Economist en julio, antes incluso de que Trump dijera que la economía de India estaba “muerta” y la castigara con unos aranceles del 50%. Es posible que todos esos ambiciosos luchadores americanizados sientan confusión o ambivalencia ante el ataque de Trump contra Irán, el apoyo a los israelíes responsables de la limpieza étnica y los mensajes contradictorios respecto a Vladímir Putin, pero no tienen ninguna duda sobre las guerras comerciales, las violentas diatribas contra la inmigración, las restricciones a los visados H-1B [dirigidos a trabajadores cualificados], las medidas represivas contra los estudiantes universitarios extranjeros, las humillaciones de líderes mundiales retransmitidas por televisión y las deportaciones de personas esposadas por tener la piel oscura y no ser estadounidenses.
Parece innegable que las fuerzas del racismo ideológico, latentes durante décadas en Estados Unidos, han reaparecido para cumplir su función original de construir un estatus mejor para los blancos en dificultades. Las dos bases del experimento de pluralismo político —la fábula de Estados Unidos como tierra de inmigrantes y la realidad de su primacía mundial indiscutible— se están desmoronando al mismo tiempo. La belle époque del capitalismo global presidido por Estados Unidos, que sedujo a los perdedores de la historia con su promesa de movilidad social tranquila y multiculturalismo armonioso, se ha terminado y ha sumido a las clases americanizadas del mundo en una crisis que consideran tan espiritual y existencial como geopolítica y económica.
La crisis es especialmente desoladora para quienes habían abandonado sólidas tradiciones de autonomía y autoestima nacional y habían aceptado la tutela de Estados Unidos. A mediados del siglo XX, dos guerras fratricidas habían destruido la confianza de Europa en sí misma y su poder económico; el continente se quedó indefenso frente a una prolongada americanización cultural y un parasitismo militar y económico que ha empujado a tantos líderes europeos actuales a mostrarse miserablemente serviles ante Trump. Pero los movimientos anticolonialistas de Asia, África y Latinoamérica siempre buscaron la libertad moral, intelectual y política frente a los amos blancos del universo, y pasaron décadas tratando de formular su propia visión de una buena vida y una sociedad justa.

Por consiguiente, varias generaciones de asiáticos y africanos poscoloniales crecieron con la idea —reforzada por los libros de texto, la cultura impresa y los medios de comunicación— de que eran dueños de su propio destino. En India, por ejemplo, produjo un gran orgullo patriótico que el primer ministro del primer Gobierno del país, Jawaharlal Nehru, plantase cara a los ideólogos estadounidenses de la Guerra Fría o que Indira Gandhi, otra primera ministra que tuvo un mandato prolongado, pareciera querer granjearse el odio de Richard Nixon durante la guerra con Pakistán —país al que apoyaba Estados Unidos— en 1971.
Mucha gente pensaba que los políticos y periodistas estadounidenses eran unos advenedizos engreídos e ignorantes. Los escritos de R. K. Narayan, uno de los primeros novelistas de la India independiente, irradian un esnobismo espiritual que también era frecuente entre muchos intelectuales europeos, la animadversión que sentían por Estados Unidos personajes como Evelyn Waugh, Graham Greene y Albert Camus por considerarlo un “monstruo superficial” que, en palabras de E. M. Cioran, “se yergue ante el mundo como un vacío impetuoso”.
La opinión popular también tuvo la influencia de una clase intelectual abrumadoramente izquierdista, creada y moldeada por la larga lucha nacional contra el imperialismo europeo. Numerosos escritores, periodistas, artistas y cineastas, ante la presencia cada vez mayor de Estados Unidos en el mundo —empezando por el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 y continuando por el derrocamiento del primer ministro de Irán en 1953, los bombardeos que arrasaron Vietnam, la entrega de armas al régimen genocida de Pakistán en 1971 y el golpe de Estado orquestado por la CIA en Chile en 1973—, reaccionaban con críticas cada vez más enérgicas al racismo y el neoimperialismo.
Da la casualidad de que, en el mismo periodo de descolonizaciones convulsas que comenzó a finales de los años cuarenta, el poder de los antiguos amos del universo aumentó a una velocidad sin precedentes. El capitalismo se recuperó después de haber tocado fondo en los años treinta y encontró su centro en unos EE UU que habían salido de la guerra indemnes e incluso fortalecidos.
Para los indios de principios de los años noventa, que estaban saliendo a trompicones de una época llena de conflictos y una economía estancada, Estados Unidos representaba un estilo estético y moral irresistible, sobre todo a través de los nuevos canales de televisión de Murdoch que mostraban la silicona de Pamela Anderson y la testosterona de Sylvester Stallone. Europa, con su rico pasado, había fascinado a muchos de sus súbditos coloniales. Pero Estados Unidos, fundado presuntamente para liberar a los ciudadanos del peso de la historia y la tradición e impulsarlos hacia un futuro cada vez mejor, ofrecía otras tentaciones más atractivas y diferentes. Por ejemplo, Bal Thackeray, dibujante y fundador de Shiv Sena —una organización de activismo hindú con sede en Bombay—, recibió a Michael Jackson en su casa en 1996 y después presumió de que la estrella del pop había utilizado el aseo y había estampado en él su autógrafo.
Recuerdo que, en los años noventa, después de la implosión de los regímenes socialistas europeos, numerosos políticos, empresarios y líderes de opinión de India empezaron a asegurar de repente que seguir el ejemplo de Estados Unidos era la vía más rápida hacia la “cita con el destino” que había prometido Nehru. Y hubo muchas otras figuras de los inestables Estados-nación de Asia y África que se rindieron ante la ideología estadounidense de la exaltación individual y el amor propio. Indar, un africano oriental de ascendencia india que aparece en la novela de V. S. Naipaul de 1979 Un recodo en el río, resume la ética hiperindividualista que estaba sustituyendo al debilitado espíritu poscolonial del bienestar colectivo ya antes de que comenzara la revolución de Reagan y Thatcher. “El mundo es rico”, dice. “Todo depende de lo que elijas en él. Puedes ser sentimental y abrazar la idea de tu propia derrota. Pero ahora quiero ganar, ganar y ganar”.
Ganar era más fácil para quienes hablaban inglés relativamente bien: los asiáticos y africanos anglófonos estaban mucho mejor situados que los miembros de la gran diáspora china para aprovechar la globalización neoliberal bajo los auspicios estadounidenses. A mediados de la década de los dos mil, muchos intelectuales indios en el extranjero actuaban como auténticos representantes de Estados Unidos y ensalzaban las virtudes de la Pax Americana ante el público entusiasta de Delhi, Hyderabad y Bangalore, y en las páginas de los principales periódicos norteamericanos. Todavía en 2008, con la Gran Recesión a la vuelta de la esquina y la vida cotidiana estadounidense impregnada de militarismo y xenofobia, Fareed Zakaria, hijo de un destacado luchador por la libertad de India y estudioso del islam, insistía en que “el mundo sigue el rumbo de Estados Unidos”, con países “cada vez más abiertos, favorables al mercado y democráticos”. Una afirmación como esta deja claro que muchos inmigrantes ambiciosos prosperaron porque supieron imitar las costumbres y las actitudes de la clase dirigente estadounidense. Hoy, cuando Zohran Mamdani —hijo de un ugandés de origen indio musulmán, profesor de universidad y especialista en África— las repudia, suscita una inmensa hostilidad por parte de esa clase dirigente. Tampoco es extraño que, este pasado verano, Zakaria afirmara en el Festival de Ideas de Aspen que Benjamín Netanyahu lo estaba haciendo “extraordinariamente bien”.
Sin embargo, no parece que imitar minuciosamente a la élite estadounidense actual vaya a ser tan rentable como en otras épocas. A la eliminación de los matones de Oriente Próximo bajo la supervisión de los sucesores de Obama le ha seguido la rápida cancelación, por decreto de Trump, de la era posracial. Parece poco probable que Estados Unidos vuelva a ser grande gracias a los demagogos del nacionalismo blanco, que no pueden resistirse a dirigir su furia por un declive irreversible contra quienes tanto se han esforzado, ya sea mediante la inmigración física o la espiritual, para ser estadounidenses. Estas personas americanizadas o en proceso de americanización se enfrentan ahora a la ardua tarea de encontrar una nueva identidad y sustituir su sistema de creencias desaparecido; y muchas de ellas pueden, como Changez, derivar hacia un fundamentalismo reticente.