Me dijo: somos dos cocodrilos mirando el nacimiento del mundo. Desde entonces la cordillera y sus elevaciones son el sitio al que acuden mis pensamientos aunque mi cuerpo viva lejos de allí.
Escribo en el lomo de mi cocodrilo:
Un volcán refunda la mirada y la escucha sobre esta tierra.
El paraíso es mirar y escuchar la tierra nueva que va a nacer.
III
Hace algunos años encontraron al abuelo de los cocodrilos en los Andes: unos huesos prehistóricos de hace 148 millones de años de una especie desconocida. Si cierro los ojos lo veo nadar en el cráter de unvolcán muerto, rozar las chuquiraguas y las almohadillas de páramo con sus dientes, golpear piedras anchas de basalto con su cola.
“Todo el mundo huye de mi corazón / porque parece un cocodrilo”, dice un poema de Jorge Eduardo Eielson. Yo no sé por qué mi corazón está enterrado en los Andes si crecí lejos de la cordillera, en la costa, junto a grandes cuerpos de agua que desembocan en el mar. No sé por qué uno ama lugares que hace suyos con la palabra. Dicen que la función del lenguaje es evocar: hacer aparecer, traer a la imaginación.
Dicen que la geografía es emocional y biográfica, que un lugar en el mundo es el territorio en donde uno arrastra su barriga llena de hambre y de curiosidad.
Solo hay una pregunta válida: ¿Cuál es la forma escondida del territorio en donde aprendí a desear?
IV
Desde el río Guayas, al amanecer, puede verse el Chimborazo. A sus aguas llegan las cenizas de la mama Tungurahua y del Sangay. Por los manglares de la costa nadan cocodrilos que, durante las lluvias tropicales, entran a la ciudad y espantan a la gente.
Mi cocodrilo se pierde en los Andes. Su territorio vivo no responde a ningún límite geográfico, sino al amor por la altura.
Escribo:
Lo radicalmente otro, dice Derrida, es el animal.
Lo radicalmente otro, dice Ailton Krenak, es la selva, el río, el volcán.
La geografía es una escritura-animal. Una escritura-volcán.
Una razón poética.
V
Geografía = la escritura de la tierra. No describir el volcán, sino que él escriba en nosotras.
“El sentimiento de lo sublime se funda en el instinto de conservación y en el miedo”, dice Edmund Burke, “… una especie de temblor satisfactorio, cierta paz que está mezclada con el terror”.
Un miedo delicioso.