Es escasa la disposición de Donald Trump a suministrar a Ucrania misiles de largo alcance Tomahawk para que disponga de armas de un rango similar a las utilizadas por Putin en los crecientes ataques que sufre la población ucrania. Así se lo manifestó a Volodímir Zelenski en su reunión del viernes en la Casa Blanca, esta vez sin encerronas ni amenazas. Aclamado como el pacificador del punto final a la guerra de Gaza a su regreso de la gira por Oriente Próximo, Trump había expresado su intención de repetir la proeza en Ucrania y por ello se sumó a la idea de proporcionar los misiles como medio de presión sobre Vladímir Putin. A las pocas horas, una llamada telefónica del presidente ruso moderó su inicial complacencia con Zelenski.
Los Tomahawk no son el arma milagrosa que pueda desequilibrar la guerra en favor de Ucrania, país que ni siquiera dispone de lanzaderas para este tipo de misil, cuyo radio de acción permitiría la destrucción de infraestructuras militares en la profundidad del territorio ruso. Kiev no cuenta tampoco con submarinos y buques desde donde lanzarlos, ni siquiera dispone de lanzaderas terrestres, que debería adquirir, construir o adaptar.
Dos son los inconvenientes de Trump para racanear sobre su venta a Ucrania (por cierto, a cargo de los bolsillos europeos). De una parte, su carácter de arma excepcional y escasa, de la que Estados Unidos no puede prescindir fácilmente. De la otra, que su mero suministro sería interpretado por Putin como una peligrosa escalada en la guerra. Y en caso de que accediera, tampoco incidirían a corto plazo en la actual correlación de fuerzas, puesto que pasarían varios meses, probablemente hasta 2027, antes de que pudieran usarse. Razón de más para la negativa de Trump, que quiere la paz mucho antes. Algo pesaron también las aduladoras felicitaciones de Moscú por el éxito en Oriente Próximo o las propuestas de inversiones energéticas en Rusia, acompañadas por eufóricos pronósticos de una victoria inevitable rusa que pudieron hacer mella en alguien que ama ante todo a los vencedores y detesta a los perdedores, y que ha cambiado el papel de aliado de Ucrania por el papel de mediador sin preferencias.
Tienen razón los halcones rusos respecto a la imposibilidad de distinguir entre un Tomahawk con carga nuclear y otro convencional, un argumento que utilizan para justificar una eventual respuesta nuclear. No reconocen, sin embargo, que numerosos modelos de misil lanzados por Rusia contra Ucrania también permiten la carga nuclear y que su utilización intimidatoria no ha tenido hasta ahora una respuesta equivalente ucraniana.
Trump regresa ahora a la casilla de salida y quiere proponer a Putin, para la cumbre que pretende celebrar en Budapest en las próximas semanas, un armisticio o alto el fuego inmediato e incondicional sobre las actuales líneas del frente. Exactamente lo que Zelenski ya ha aceptado y Putin no se ha cansado de rechazar, porque quiere el plan de paz definitivo que recoja sus pretensiones máximas. Con Viktor Orbán de anfitrión, Putin tendrá otra oportunidad para rehabilitar su imagen internacional en el único país de la UE que no piensa aplicar la orden de detención dictada por el Tribunal Penal Internacional. También podrá dar largas a Trump y añadir nuevas e imposibles exigencias a Zelenski para terminar la guerra que empezó hace casi tres años y cuyo final está enteramente en sus manos.
Nada permite pensar que Putin acceda en Budapest al alto el fuego que rechazó en Alaska el 15 de agosto. Sin los Tomahawks de Trump y a falta de otro símbolo de apoyo al país agredido que sirva como instrumento de presión, Ucrania solo podrá contar con los aliados europeos, los desinvitados de todas las cumbres sobre Ucrania, para evitar que Putin se salga con la suya.