La canción era: “Manolo pirolo, matou á muller / con sete coitelos / e un alfiler. / Meteuna nun saco, / levouna a vender. / Quen quere chourizos da miña muller?”. Nos la enseñaban de pequeños (¿quién?, ni me acuerdo: la Tradición disuelve sus herramientas una vez logrado su objetivo) y la entonábamos a finales de los ochenta niños y niñas como canción simpática y alegre, hecha para actos festivos, cumpleaños y demás. Es decir: no íbamos a cantarla al funeral de la mujer de Manolo. Hay decenas de cancioncillas parecidas por toda España. Ritmos distintos, otras estrofas, rimas consonantes y asonantes; sólo tienen algo en común: son mujeres asesinadas y troceadas, niñas secuestradas o violadas, cuya presencia pertinaz en esas canciones dice menos que el hecho de que esas canciones sean alegres e infantiles, juegos de niños. Se entiende, claro, el desconcierto de ese alcalde de un pueblo de Ávila que subió al escenario a animar las fiestas con una canción “que se ha cantado siempre, hombres y mujeres”, en la que se secuestra a una niña, se le baja la braguita y se la viola tres veces. Es un hombre de 2024 con un cargo público metido en el cuerpo de un niño de los sesenta del siglo pasado, un señor conduciendo a ciegas. Si hubiera dicho que no tiene ni idea de lo que dice la canción le hubiera creído; otro de los poderes de la Tradición es convencerte de que las cosas sobreviven pese a su significado, que directamente te susurran que no lo tiene: “si ha llegado hasta aquí, no lo rechaces”. La música y la Tradición ofrecen efectos poderosos por encima de la moral, pero ninguno como el de desnudar patrones de asesinato de forma primorosa: lo inquietante de esa canción popular no es que relate entre palmas y durante las fiestas patronales el secuestro y la violación de una niña, sino desconocer si dentro de 200 años seguiremos tan averiados como para que los niños, y un alcalde majadero, canten versillos inocentes inspirados en la violación de La Manada, el asesinato de Diana Quer o los niños quemados por José Bretón.
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