Es bastante probable que hayas visto este título circular en alguno de los clubs de lectura que sigas en Instagram o TikTok (o incluso al que tú pertenezcas). El que tengo con mis amigas también sucumbió, por cierto. Un caballero en Moscú, la segunda novela de Amor Towles después de Normas de cortesía, se ha convertido en una novela recurrente en redes sociales y otros foros de conversaciones en torno a literatura. Y lo curioso es que el libro no es una novedad, pero tampoco ha pasado tanto tiempo desde su lanzamiento, en octubre de 2018, como para considerarse un clásico. Sin embargo ya va por su vigésima edición, es uno de los libros más vendidos del catálogo de Salamandra y tiene un comportamiento de ventas constante, año tras año, desde su lanzamiento, tal y como confirman desde la propia editorial. El unicornio literario que toda compañía editora querría atesorar.
Todo esto siendo una obra que cuenta con algunos factores, a priori, en su contra. Para empezar, su extensión: 512 páginas. Un número que se queda muy lejos de la media actual en obras de ficción (283 el año pasado, según cifras de la Federación de Gremios de Editores de España) y, además, la trama de la novela es deliciosamente pausada: es rica en descripciones acerca de los espacios y hay abundantes y nostálgicas digresiones del principal protagonista, el conde Aleksandr Ilich Rostov, condenado a arresto domiciliario en el hotel Metropol de Moscú en el contexto de la revolución bolchevique de principios del siglo XX. Entonces, ¿cómo se explica el éxito? El hecho de que lo recomendara Arturo Pérez Reverte en la pandemia como un libro perfecto para el confinamiento y el lanzamiento de su adaptación audiovisual fueron, sin duda, dos empujones importantes, pero la regularidad de las ventas amortiguan notablemente el impacto que ambos hechos han tenido en su recorrido.
Paloma Abad, editora en Debate y Taurus, fue una de las que sucumbió al encanto del anacrónico aristócrata gracias a su club de lectura. “El conde Rostov es un personaje magnético. Una vez te atrapa (y lo hace antes de la página cien), no puedes escapar de su influjo. ¿Qué más da que no salga de un hotel, si la verdadera aventura transcurre dentro de él mismo?”, argumenta retórica. Un fervor compartido por Anabel Vázquez, escritora, hedonista y socia fundadora de Laconicum: “Disfruté cada página: tiene humor, melancolía, historia, romance, drama y, sobre todo, un protagonista irresistible”. Ambas tienen sus propias teorías acerca de por qué el libro es un fenómeno. Abad lo tiene claro: “Creo que el auténtico éxito de esta novela es el vuelo narrativo de Amor Towles y su precisión quirúrgica con las palabras, que tan bien ha sabido traducir Gemma Rovira Ortega (que, por cierto, también trajo al español casi todo Harry Potter). No es nada fácil hilvanar más de medio siglo de historia de un país sin (prácticamente) sacar un pie del hotel Metropol”, mientras que Vázquez apunta que “en él importa el cómo, no el qué. Porque Aleksandr Ilich Rostov es inolvidable, porque la vida en un hotel siempre embruja y porque Amor Towles te lleva de la mano”.
Otro de los motivos que quizá expliquen el efecto contagio del libro es su tono tranquilo y esa celebración de la mirada lenta que invita a disfrutar del detalle; además de su protagonista, un flanneur descolocado y nostálgico que mantiene sus hábitos refinados y cultos. Preguntamos a ambas si quizá nos gusta asomarnos a un mundo que parece en extinción. “Absolutamente: somos voyeurs de un mundo que languidece y, a la vez, testigos de una época. No sé si es una fantasía, una utopía o una distopía. Lo que sé es que es una novela maravillosa que no me canso de recomendar”, afirma Vázquez convencida. “El conde Rostov contagia a los lectores de su ritmo parsimonioso y, al menos un poquito, nos invita a envidiar el no desear o esperar demasiado de la vida. En ausencia de la prisa o de mayores ambiciones, quinientas páginas se nos hacen pocas. Efectivamente, hay un deseo extraño, el de formar parte de ese mundo extinto y exclusivo, que en cierto modo entronca con nuestra propia necesidad de huir del ritmo frenético de nuestro día a día. Pocos libros me han dejado tan huérfana al terminarlos como Un caballero en Moscú”, remata Abad.