En nuestra primera juventud (¡ay!) uno de mis mejores amigos sufrió una ruptura amorosa muy jevi. El día que todo acabó se fue a la cocina y agarró el cuchillo más afilado. No teman: “Tomatitos o me deprimo”, se dijo. Una frase para la posteridad. El acto de cortar tomates y preparar una salsa con la que inundar un plato de pasta era un bálsamo mental, un gesto ansiolítico para sobrellevar la tragedia que recién le habían anunciado.
Desde entonces aprecio muy conscientemente los efectos relajantes de la cocina. En momentos de estrés laboral o confusión existencial siempre es bueno ponerse a los fogones y preparar unas lentejas un poco picantitas, un pollo al curry cuyo aroma impregne la casa durante días o una exquisita lasaña chorreante de bechamel (la bechamel la compro de bote, que nunca me sale).
Dijo Levi-Strauss que la cocina propició el paso de la naturaleza a la cultura, pero, poniéndonos menos estupendos, me parece una forma imperativa de autocuidado, de comunidad, incluso de entretenimiento. De soberanía personal (poniéndonos estupendos otra vez): el poder de decisión sobre cómo tratamos lo que ingerimos. Manipular los frutos de la tierra con las manos y obrar increíbles alquimias para crear, con suerte, cosas ricas. Hay ahí un movimiento ambivalente en el que uno cambia el mundo al mismo tiempo que es cambiado por él: la que sale de la cocina es siempre una persona diferente de la que ha entrado un rato antes (o algo así).
Ahora resulta que la gente cada vez cocina menos y se prevé que en un futuro no tan lejano las casas no tendrán cocina. Entiendo que porque serán cada vez más pequeñas (hasta que nos introduzcan en cápsulas para descansar entre las jornadas laborales) y porque el tiempo también se encogerá: el tiempo está desapareciendo asombrosamente a la vez que la cocina —y la civilización—. La gente casi no tiene rato ya para cosas tan fundamentales como estar con las hijas, hacer ejercicio o practicar sexo salvaje. O hacer la comida. De ahí la gran idea del batch cooking: gasta tu domingo en cocinar para toda la semana. Juan Luis Arsuaga: “La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado”. Pero lo es cada vez más.

Juan Roig, el líder supremo de Mercadona, le puso fecha: dijo que las cocinas desaparecerán en 2050. Está poniendo su granito de arena: en sus supermercados cada vez hay más productos precocinados, lentejas, paella, pizza, cuya lista de ingredientes parece sacada del laboratorio de Walter White. También hay cheeseburgers y serranitos calientes, el otro día probé lo primero: está mejor de lo que se espera, pero peor de lo que debería.
Además, a la entrada de las tiendas ha instalado mesas y microondas, para postcocinar lo precocinado. Comeremos así, piensa Roig, todo tipo de alimentos preparados y ultraprocesados, la bestia negra de los nutricionistas y de nuestra salud, y no pocas veces nos traerá la cena a casa un rider explotado. El cocinar lo veremos solo en los reels de Instagram, que son hipnóticos (aunque mi hija de cuatro años es fan old school de Karlos Arguiñano). Nos gusta más ver cocinar que cocinar.
El fin de las cocinas, como todo, también puede tener un planteamiento de izquierdas, como el de Nick Srnicek y Helen Hester en Después del trabajo (Caja Negra), ensayo en el que reflexionan sobre cómo socializar lo que nunca se ha socializado: las tareas domésticas. Ahí exploran la posibilidad de los restaurantes públicos o las cocinas comunitarias: los edificios que, igual que algunos comparten una sala de lavadoras, podrían compartir una cocina, donde además de cocinar se estrechasen los lazos del vecindario.

Yo creo que hay hacer por cocinarse la propia comida. Aunque es cierto que cada vez lo hago menos: soy un terrícola más. Hace un año y pico pensé que no estaba bien que no pudiera levantar el peso de mi propio cuerpo, de modo que me empeñé en hacer flexiones hasta lograr, meses después, hacer diez con holgura. Me parecía que eso era responsabilizarme de mi cuerpo, tomarle las medidas, sostenerlo (literalmente). Del mismo modo, creo que debemos responsabilizarnos de lo que nos metemos en la boca. No sé si el símil funciona o solo quería presumir de hacer flexiones: masivo, bro.
Me cuesta imaginar una casa sin cocina: la palabra hogar viene, precisamente, del hogar, que era el lugar central del universo doméstico donde se prendía el fuego y se preparaba la comida. Si cocinar nos hizo humanos, dejar de cocinar seguramente colaborará en este proceso de deshumanización. Sin cocina, no hay hogar. Ni ese lugar en el que, cuando nos abandonan, cortar tomatitos como pequeños corazones, para no deprimirnos.