Un tipo, en el metro, molestaba a los pasajeros hablando a gritos por el móvil. Deseé que desapareciera y un par de segundos después se hizo invisible. No lo veía nadie, excepto yo. Él no se dio cuenta de su nuevo estado hasta que la gente, al ir y venir, comenzó a atravesar su cuerpo como un grumo de niebla. No podía creérselo, de modo que comenzó a palparse aquí y allá espantado de no tocar nada cuando se llevaba las manos invisibles al pecho o a la cabeza.
Finalmente se retiró a un extremo del vagón, donde permaneció ansioso a la espera de que las cosas regresaran a su ser. Imaginé que podía hacer eso mismo con Putin, con Trump, con Netanyahu y demás ralea. No acabar con ellos, solo volverlos invisibles y reunirlos, quizá en una isla, donde vivieran tranquilamente su invisibilidad e intangibilidad mientras el mundo se recuperaba. No pasarían frío ni calor, no tendrían hambre ni sueño, no sufrirían escasez o agresión alguna, pero serían incapaces de actuar sobre la realidad física. No podrían golpear ni golpearse, aunque sus pasiones seguirían intactas.
Me pregunté si intentarían formar un gobierno, si discutirían por el reparto de la isla. Luego se me ocurrió que no sería necesario reunirlos en lugar alguno. Podrían vagar por sus ciudades, por sus antiguas mansiones o palacios observando con asombro la paz que habían dejado. El mundo entero se preguntaría por su paradero sin imaginar que deambulaban entre nosotros como ideas malignas en busca de una cabeza enferma en la que penetrar.
En esto, el tipo del fondo del vagón comenzó a corporeizarse de nuevo poco a poco, a la manera en la que se revela una fotografía. Comprendí con pena, aunque también con cierto sentimiento de alivio, que mi poder invisibilizador era muy limitado. O quizá no tanto porque lo cierto es que el tipo recuperó el móvil y, cuando se disponía a marcar, dudó y volvió a guardárselo, como con miedo a desaparecer otra vez.