Una obra maestra | Opinión

De vez en cuando, un novelista anuncia que deja de escribir. El último que me viene a la memoria es Vargas Llosa. Ningún lector, en cambio, pregona que deja de leer, aunque deje de hacerlo. Conozco decenas de exlectores inconfesos que en las comidas y en las sobremesas hablan como si cada tarde se sentaran en el sofá con un libro abierto entre las manos. Si has sido lector, no resulta difícil fingir que sigues siéndolo. Para continuar siendo escritor sin escribir has de valerte en cambio de mil malabarismos. El primero que debe creerse que escribe eres tú. Has de irte a la cama cada día como si hubieras llenado siete folios. Los folios imaginarios funcionan, créanme. Se amontonan imaginariamente a la derecha de la mesa de trabajo, crecen. Un día, pongamos que en un funeral, coincides con tu exmujer o tu exmarido y te pregunta y le contestas que sí, que estás escribiendo una novela, una novela larga y muy compleja, sin prisas, claro, no te gusta publicar por obligación, la disciplina mata la creatividad, etcétera.

A la vuelta del funeral, te pones a ello decidido a recuperar los meses perdidos. Pero falla una tecla del ordenador, o aparece una neuralgia salvadora, o se viene abajo una idea que habías tomado por sólida hasta que la sometes al corsé de la sintaxis. Es preferible, en fin, continuar imaginando que escribes. Desgasta menos, qué sé yo, qué sabe nadie. También conozco, pues, a escritores que no escriben, y varios, más de diez. Los escritores que no escriben y los lectores que no leen suelen llevarse bien por razones sencillas de imaginar.

Entre tanto, no sería raro que Vargas Llosa, al día siguiente de anunciar su retiro, se hubiera puesto a escribir una novela sobre el hecho mismo de retirarse, sobre su significado, sobre el agujero negro a cuya gravedad te entregas cuando tomas una decisión de ese calibre. Una obra maestra, una más, que solo leerán los que leemos o que solo leeremos los que lean.

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