Una amiga trabajó durante dos años en una empresa cuyos niveles de exigencia eran altísimos. De camino a las instalaciones, en las que era posible quedarse todo el día debido a la cantidad de actividades y “disfrutes” disponibles allí, se fijó en que sus compañeros dedicaban el trayecto a buscar vuelos. La jornada laboral resultaba tan absorbente que la única liberación pasaba por poner tierra de por medio, fantaseando con unos días en los que todo sería diversión y, a veces, lujo, entendido el lujo como no tener que preocuparse por absolutamente nada.
En palabras de Ana Geranios, autora de Verano sin vacaciones. Las hijas de la Costa del Sol. “Queremos ser las otras: las que no tienen que trabajar; quienes alardean de disfrutar de su tiempo, con algunas obligaciones, pero que están bajo su control. La clase trabajadora ansía la libertad y gracias a los medios y la publicidad se nos ha inducido a pensar que esta viene de la mano del consumo, el derroche y también las apariencias”.
Pero esa escapada pocas veces tiene algo que ver con lo imaginado. La idea de viajar también funciona cuando solo existe en el plano de la ensoñación: es entonces cuando nos sentimos más optimistas y generosas con las expectativas. Lo mismo ocurre cuando empezamos a conocer a alguien. Casi siempre es mejor en nuestras cabezas. Y a veces ese viaje deseado nos lleva al enfado o nos devuelve a la casilla de salida más cansadas de lo que ya estábamos.
Entre tanto, durante esos días en los que permanecemos alejadas de nuestro trabajo, de la parada del autobús o del supermercado de turno, compartimos un metro de playa con otras miles de personas que también huyen de sus vidas repetitivas y agotadoras. Algunas además nos cuestionamos si estamos haciendo lo correcto tras tirar una moneda a la Fontana di Trevi como una autómata más.
Después de un año de traslados constantes, este verano evitaré viajar a excepción de un trayecto en coche hasta la casa de mis padres. No hay nada mejor que pasar las vacaciones sin hacer nada productivo. Reconozco que disfruto de varios privilegios: tengo la playa a dos pasos y mi habitación de veinteañera es el lugar perfecto para dormitar por las tardes mientras la brisa y las voces de los niños entran por la ventana. Pero también hay gente que se atreve a quedarse en su pueblo o su ciudad, incluso si esta es Madrid, en donde no hay mar y las temperaturas alcanzan los cuarenta grados.