Vestigios fotográficos

Una mujer observa una foto antigua de ella con su hija.

Eran otros tiempos. No digo que hacer fotografías fuese algo extraordinario; pero en ningún caso conocíamos la facilidad con que cualquiera acciona hoy día el móvil y difunde o comparte imágenes. Había que revelar un carrete, lo que suponía un gasto de dinero y tiempo. Uno volvía a casa con el fajo de fotos dentro de un sobre y las guardaba en el álbum consabido o quizá en una caja de zapatos o de galletas. Lo grato del álbum era que invitaba a una manera especial de contemplar las fotos que en el móvil o el ordenador, debido a la acumulación, digan lo que digan, no se da. Y es así como, pasando las hojas, me he topado con una fotografía antigua de grupo, en la que se me ve con pantalones cortos en compañía de veintitantos condiscípulos y un profesor que, por la edad que tenía entonces, ya habrá bajado a la tumba. Me pregunto 50 años después qué fue de aquella chavalería pertrechada de futuro. Los que aún respiren andarán metidos hasta la cintura en la sesentena, con un pie en la jubilación. Algunos cumplieron el destino de los árboles, cuya vida transcurre en el lugar donde brotaron. Otros nos desperdigamos siguiendo parecido impulso al de las aves migratorias. A casi todos los perdí de vista. Unos pocos prosperaron en su oficio, obtuvieron renombre y pude reencontrarlos, encorbatados y canosos, en la pantalla del televisor, en una noticia de prensa, incluso en la tribuna de oradores del Congreso. Alguna vez, de visita en la ciudad, saludé al pasar a aquel que era tan hábil copiando en los exámenes o al que se partió la crisma jugando a fútbol en el patio del colegio, que por supuesto era de cemento. Este empujaba un carrito de bebé; al otro, antaño esbelto y ágil, lo precedía una panza formidable. Recientemente vi la cara de uno en las esquelas necrológicas del periódico. Si no es por el nombre, no lo reconozco. Lo dicho: todo pasa y nada quedará, salvo tal vez unas fotos antiguas en un cajón.

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