Londres en los 80, naturalmente, era un hervidero de talento y gozo desbordante. Si tocaba desfile, me equipaba de arriba abajo de John Galliano: falda de hombre, torera y camisa enorme hecha de parches de algodón teñido. Listo para epatar. David Holah y Stevie Stewart hacían magia de vanguardia en BodyMap, a base de leggings, motivos firmados por Hilde Smith, tops de lycra y siluetas tan grandes que abarcaban todas las tallas, con el coreógrafo Michael Clark a la cabeza de largos elencos de amigos y familia de todas las edades. Leigh Bowery, de Sunshine, Australia, conquistó enseguida el Cha Cha Club y el Camden Palace, y en 1985 abrió Taboo –llamado así porque, allí, nada lo era–. Su propuesta de extremos donde todo valía enardecía al público. Leigh nos deleitaba difuminando los géneros y su mundo –tanto dentro como fuera de la pasarela– era salvaje, escandaloso, pura fantasía. Su vida y su gente se proyectaban en su arte, en su moda.
John Galliano estaba a punto de graduarse en Saint Martins como ilustrador de moda cuando su sofisticado tutor de diseño, Sheridan Barnett, se volvió loco con los dibujos de su trabajo de fin de grado y lo convenció para organizar un desfile con tales piezas. Resultado: Les Incroyables; y aunque la muestra apenas duró tres minutos, lo que allí vi se me quedó grabado para siempre, con aquel casting de amigos y gente singular fichada en sus viajes, vociferando como en la Revolución francesa en estallidos de energía extrema. La colección se vendió entera en Browns. Barbra Streisand y Diana Ross, las primeras en comprar.
Reino Unido, ciertamente, era el lugar ideal para innovar, pero el peor para vender. Galliano puso pues rumbo a París, y París, en los 80 era Karl Lagerfeld: osado, socarrón, altamente sofisticado. “Yo soy de clase trabajadora”, decía él, y no mentía: trabajaba sin parar, 24-7, en Chloé a principios de la década –donde seguía desde los años 60–; después, claro, en Chanel, desde 1983. En aquellos días, la maison era una nulidad; las modelos, aburridas; las clientas, señoras adineradas, ajenas a lo nuevo. Karl lo cambió todo, tanto en el atelier como en la pasarela: Inès de la Fressange, con su silueta atenuada, se convirtió en su emblema, eclipsando enseguida al resto de modelos. Sin embargo, a finales de los 80, Inès salió y entró Victoire de Castellane –carnosa, pícara, con sus cancanes negros y sus corsés–. Lo siguiente fue subir a su pasarela a todas las supermodelos, aunque Claudia Schiffer tenía que calzar unos zapatos de tacón bajo hechos expresamente para ella, ya que aún no podía sostenerse sobre las alturas de vértigo que llevaban las modelos de pasarela expertas.
Fui a mi primer desfile de Chanel en 1984, aunque no al evento abierto al público en la Ópera de París, sino a una presentación horas después en la Rue Cambon. Las prendas me parecieron un tanto angulosas, aunque, en efecto, distintas a todo. Pero, a partir de ahí, presencié prácticamente todos los desfiles de alta costura y prêt-à-porter del Chanel de Karl y pronto me cautivó. Porque, sencillamente, era una fuente inagotable de ideas y sabía muy bien cómo mantenerte en vilo. Karl reimaginó la experiencia de las pasarelas a base de producciones extraordinarias, como el alucinante desfile “en el supermercado” (de otoño-invierno 2014), atrezado con cientos de productos reetiquetados para la ocasión, las chicas de pasillo en pasillo con sus Chaneles recién salidos del horno.