El otro día, en Buenos Aires, pedí un auto en una aplicación. No suelo hacerlo: defiendo el taxi. Precisamente por las aplicaciones queda en esta ciudad menos de la mitad. Pero después de esperar un rato sin que apareciera ninguno, pedí un Uber. Cuando pasamos frente a un edificio, el conductor dijo: “Trabajé hasta hace un mes en esa obra. Se terminó y no nos volvieron a contratar. Hace dos semanas me puse a trabajar con el auto”. Me preguntó si viajaba mucho. Le dije que sí. “Yo conozco dos ciudades nada más —me dijo—: la de Paraguay donde viví hasta hace 15 años, y Buenos Aires”. Su primer trabajo en la Argentina había sido en una empresa textil. Por aquel tiempo vivía en un departamento alquilado, tenía un auto. Cuando la empresa cerró, no le pagaron indemnización y trabajó de mesero, despachó en un almacén del barrio. Tuvo que mudarse a un hotel barato, vender el auto, hasta que consiguió trabajo en la construcción. Pasaba ocho horas expuesto al frío, la lluvia, pero pudo volver a alquilar y comprarse otro vehículo. Entonces eso también se terminó y ahí estaba, manejando un auto esmirriado sin conocer bien la ciudad. Su teléfono tenía la pantalla rota sostenida por una bandita elástica que, a veces, necesitaba apartar para seguir el recorrido que le marcaba el navegador. Me dijo que estaba casado y tenía una hija de tres años. Su mujer había trabajado cuidando a una señora de 82 hasta que, a mediados de 2024, la señora ya no pudo pagarle. “El alquiler me vence ahora y nos vamos a tener que meter en un hotel otra vez”. Pensé que era una historia triste, como la de la mitad de quienes viven en la Argentina, hasta que me preguntó: “¿Sabe lo que me da miedo? Que todavía no llegué a lo más bajo. Todavía puedo bajar mucho”. Y, sin mayor drama, dijo: “Me gustaría llegar rápido abajo del todo porque, si no, uno se va haciendo ilusiones”. Ilusión de que alguna vez la vida será más que sobrevivir. Es la peor de todas.
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