Volver a ser dueños de lo público | Noticias de Cataluña

En los años setenta, en plena Transición democrática, había un ideal claro de ciudadanía: ser ciudadano era ser dueño de lo público. Aquella conciencia ciudadana no se limitaba a votar cada cuatro años, sino que implicaba una forma de relación activa con el Estado y sus instituciones. Las empresas públicas, los servicios sociales, incluso las infraestructuras, no eran simples prestaciones, sino patrimonio común. Éramos conscientes de que lo público era nuestro, y esa condición de propietarios nos hacía sentirnos responsables: pagar impuestos no era una carga, sino una forma de contribuir al bien común. Esa visión, heredera del republicanismo cívico y del socialismo democrático, vinculaba libertad y responsabilidad, ciudadanía y corresponsabilidad.

Sin embargo, a partir de los años ochenta, con el auge del neoliberalismo de Thatcher y Reagan, comenzó a imponerse un nuevo relato. Nos dijeron que ser dueño era una carga innecesaria, que lo ideal era ser cliente. Privatizaron las grandes empresas públicas con el argumento de que estarían mejor gestionadas por el mercado, muchas veces por los mismos que antes las dirigían desde lo público. Se nos prometió que el nuevo papel de clientes nos permitiría exigir calidad sin asumir responsabilidades. Así, dejamos de ser copropietarios para convertirnos en consumidores de servicios. La lógica del mercado sustituyó a la lógica democrática.

Este paso de lo público a lo privado no solo transformó la economía: alteró la cultura política. El ciudadano-cliente no delibera, no participa, no decide. Solo consume y reclama. La política se reduce a un mercado de opciones, y lo común se fragmenta. Así comenzó la erosión de la esfera pública.

En las últimas décadas, hemos dado un paso más en esta regresión. En algunos países —como Estados Unidos— no solo se ha aceptado la lógica empresarial en lo público, sino que se ha elegido directamente a empresarios para que gobiernen como tales, no como representantes. El ciudadano ya no es cliente, ahora es empleado. No se espera de él deliberación ni decisión, sino obediencia y productividad. Se aplaude al gobernante que “manda como un jefe” y se asume como normal que el interés general sea gestionado con los criterios de una empresa privada.

Este desplazamiento —de ciudadanos a clientes, y de clientes a empleados— encierra una peligrosa renuncia. Lo que se nos presenta como una ganancia de eficiencia es, en realidad, una pérdida de libertad. No libertad como capricho individual, sino libertad como no dominación. Porque la libertad democrática requiere instituciones públicas fuertes, ciudadanos corresponsables y un compromiso colectivo con el bien común. Cuando abandonamos ese ideal a cambio de seguridad o comodidad, estamos —como en el relato bíblico de Esaú— vendiendo nuestra libertad por un plato de lentejas.

Recuperar la política como espacio de deliberación y corresponsabilidad es, hoy, una tarea urgente. Porque no hay democracia sin ciudadanos, y no hay ciudadanía sin la voluntad de ser, una vez más, dueños de lo público.

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