Ya salgo, ahí se quedan | Opinión

A veces no me doy cuenta de que me he ido hasta que vuelvo. Para irse no hace falta abrir la puerta, ni bajar las escaleras, ni siquiera moverse del sofá. Se queda uno quieto, con la mirada perdida en cualquier sitio, y desaparece. Llevo desapareciendo desde las clases de aritmética de párvulos: desde el dos por dos, cuatro, y desde el siete por siete, cuarenta y nueve. También desde las partes variables e invariables de la oración: qué duro el adverbio, tan estático, y qué flexibilidad las de los verbos y la de los nombres, tan elásticos, ¿no? Iba y venía del pupitre con la misma desenvoltura con la que voy y vengo ahora del sofá, sin la necesidad de dejar, como los personajes de los cuentos, miguitas mentales de pan a lo largo del camino.

Me fugo de los trenes y de los aviones y de las habitaciones de los hoteles. Hasta del parque he llegado a fugarme mientras caminaba entre sus árboles. Soy un fuguista nato. Ahora me estoy yendo de esta columna. ¿Cómo? Excavando un túnel en el segundo párrafo. Si empiezas a excavarlo en el primero, el lector se da cuenta y te tapa las salidas. Te quedas ahí, te asfixias. Hay columnas que guardan, muerto, a su autor (o autora, puto genérico con discapacidad). Le haces la autopsia a la columna y ahí tienes al escritor o a la escritora, ahogados en sus vómitos verbales. Has de fingir que te encuentras bien en el artículo, que nadie, ni él mismo, note que estás loco por huir.

Y bien, ya he excavado más de medio túnel. Sin agobios, sin prisas, tomándome mi tiempo. Incluso he encendido un cigarrillo que me ha sabido a gloria. Está la columna perfumada con los aromas del Camel. Aspiren. ¿No les llega el olor? Tres o cuatro paladas de tierra o de palabras más y apareceré al otro lado de las alambradas. De hecho, ya veo la luz. Me aseguraré, antes de abandonar el agujero y correr hacia el bosque, de que no hay nadie por los alrededores. Ya salgo, ya me voy. Ahí se quedan.

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