La adolescencia no es sencilla: rebeldía, inconformismo, efervescencia. Claro que si todo esto se aplica a la pasarela, lo que resulta es un fenómeno a la altura del mismísimo Palomo Spain. Y es que Alejandro Palomo, alma mater del proyecto, comenzó en esto como un torbellino que agitó no solo el panorama de la moda patria, sino también el global, gracias a esa nueva visión que miraba a la masculinidad bajo un nuevo prisma.
Pero de aquel proyecto novel han pasado ya diez años y, tras 18 colecciones, la firma alcanza este septiembre su mayoría de edad. Una buena excusa para regresar al origen y, también, a casa; pues tras varias temporadas presentando en Nueva York, el diseñador ha optado por desplegar su trabajo en el corazón de Madrid, ciudad a la que recientemente ha trasladado también su taller como gesto definitivo de emancipación.
Así, en el Hotel Palace y con una presentación íntima dentro del calendario de MBFW, Palomo deleitó a los asistentes con Eighteen, un homenaje a esta adultez figurada, pero también a todas esas referencias estéticas que se mueven entre lo naíf y la rebeldía: del cine de Sofía Coppola —desde Las Vírgenes Suicidas a María Antonieta—, donde la inocencia encapsulada convive con esa osadía soterrada y ese inabarcable deseo de libertad; al propio universo visual que la marca ha construido a lo largo de esta década, marcado por volúmenes, colores empolvados, siluetas que fluyen entre géneros con una soltura apabullante y también lazos. Muchos lazos.
Detalles habituales en las propuestas del diseñador –como el uso del cuero, los volantes o las tafetas– se mezclaron en este caso con siluetas más comedidas –y por qué no decirlo, más comerciales– que las que habíamos podido ver en anteriores colecciones. Todo ello, con una presencia ya más que afianzada de looks femeninos, que si un día estuvieron relegados a un segundo plano, ahora ganan terreno frente al ya consolidado universo masculino de Palomo.
Como telón de fondo, la atmósfera de los desfiles clásicos organizados en grandes salones de antaño se maridó con una paleta cromática marcada por tonos pastel —rosas merengue, verdes agua y azules bebé— que envolvieron la colección en un velo de ensoñación contenida, donde la inocencia aún no se había disuelto del todo, pero comenzaba ya a resquebrajarse a través de estampados rotundos y piezas de cuero. Una colección, en definitiva, equilibrada y apetecible que conserva intacto el ADN de la casa sin cerrarse al gran público. Y si eso no es madurez, no sabemos qué demonios lo es.